Para no lastimarla, Alejandro no se atrevió a apretarle fuerte; Luciana seguía sin reaccionar. Pensó si no sería una bajada de azúcar: el río la había dejado sin fuerzas.
Como no había dulces a mano, fue a la cocina, abrió un frasco de azúcar blanca y llenó una cucharita. Con una mano le abrió suavemente la boca; con la otra le dejó el azúcar sobre la lengua.
Nada. No despertó.
No podía permitir que siguiera con la ropa empapada y helada. La alzó y la llevó al baño. Dudó unos segundos y empezó a desabotonarle la blusa. Al segundo botón, Luciana frunció el ceño, como si fuese a despertar.
Alejandro retiró la mano de golpe.
Luciana abrió los ojos. Al principio, nublados; al reconocerlo, se le aclararon de golpe. Le aferró el antebrazo.
—¡Ale! ¡Eres tú!
—Sí… soy yo —respondió con el ceño apretado, la expresión enredada.
Luciana bajó los párpados; una lágrima se escurrió al instante.
—Lo sabía… No me equivoqué. ¿Cómo iba a confundirte?
Se echó a llorar y a reír a la vez.
—Solo te vi de esp