—Ah, cierto. —Luciana recordó de golpe—. Esta vez Ale vino a Toronto porque… se robaron la urna del abuelo Miguel.
—¿Qué? —Lucy se quedó pasmada y llena de rabia—. ¡Qué barbaridad! ¿Dónde quedó lo humano?
La hermana menor que le quita el hombre a la hermana mayor, el padre que no ve por el hijo… y ahora el hijo usa hasta las cenizas de su propio padre.
Lucy apretó la mano de Luciana. Si a ella ya la hervía la sangre, ¿cómo no iba a dolerle a su hija?
—Con razón… —Enzo meditó, miró a su hija y dudó; no sabía cómo decirlo.
—¿Qué pasa? —preguntó Luciana—. Dijiste hace un rato “Marisela Jiménez”… ¿qué tiene que ver con Ale?
—Yo… —Enzo titubeó.
Con sólo verle la cara, a Luciana se le heló el cuerpo.
—¿No será… —se le apretó la voz— que Marisela es la víctima?
—Sí —Enzo frunció el ceño y asintió, grave.
Luciana sintió que se le erizaba la piel de golpe.
Un frío la recorrió.
—No… no puede ser…
—Luci —Enzo habló con franqueza—, por lo que cuentas, me temo que… el señor Guzmán quizá…
—¡No! —Luc