Había vivido en casas grandes, sí. Pero las reglas urbanas de Ciudad Muonio no tenían nada que ver con lo que ahora veía en Toronto. O quizá no era Toronto, sino la familia Anderson.
Frente a ella se abría una mansión que, por donde se mirara, olía a siglo: piedra antigua, molduras pesadas, árboles viejos. Un terreno que no se veía dónde terminaba; edificios sólidos, majestuosos, que habían resistido el tiempo sin perder brillo.
“Ya entiendo —pensó— por qué más de uno ha querido borrarme del mapa. Si yo quisiera, sería la primera heredera de todo esto”.
Y aun así, intuía que aquello era apenas la punta del iceberg.
—Hermana —Kevin le tiró suave de la mano—, vamos adentro. Volaste mucho rato; debes estar cansada.
—Sí, vamos.
Apenas cruzaron la puerta de la casa principal, los envolvió un calorcito rico.
—Rápido, quítate el abrigo —dijo Lucy con cuidado—. Si sudas, te puedes enfermar.
Le ayudó con el abrigo acolchado y sonrió:
—¿Con hambre? Ya está la comida. Tranquila: son cocineros de