Luciana fue al Camposanto La Paz Eterna.
Esta vez no para ver a don Miguel, sino para ver a Ricardo.
—Papá.
Se plantó frente a la lápida. Ese modo de llamarlo, antes duro y trabado, ahora le salía sin esfuerzo. Pero al hablar, la voz se le quebró. La culpa le llenó la garganta y la dejó sin defensas.
—Papá, yo… voy a ir a Toronto.
Para ella, contárselo a Fernando no era lo más difícil. Lo más difícil era decírtelo a ti.
Había prometido no reconocer a Enzo ni a Lucy, no volver a verlos. Y sin embargo, una y otra vez había faltado a su palabra.
Si en la vida hay situaciones inevitables, esta lo era.
De cara a la lápida, Luciana no halló cómo justificarse.
—Papá, falté a mi palabra… perdóname.
Sabía bien lo que él había cargado, cuánto la protegió. “Si estuvieras vivo, ¿cuánta decepción te causaría?”
Se sabía mezquina: aprovechaba que él no podía oponerse para venir y decir todo esto.
—Pero tengo que ir, papá. Alejandro está desaparecido, no sabemos dónde está ni qué está pasando.
—Es el