Revisó con cuidado la mano de Salvador: una astillita de vidrio le había abierto un corte fino; nada más.
—Voy a comprarte una curita y te la pego…
—Espera. —La sujetó—. No vayas. O voy contigo.
Con esa mirada entre ansiosa y cauta, era claro: después de lo de hace un rato, no quería dejarla sola.
—Está bien, me quedo.
Llamó a un mesero y pidió una curita. La sacó del envoltorio y se la colocó.
—Listo. Nada grave.
Salvador flexionó los dedos y sonrió de lado.
—La siento medio torpe.
“¿Torpe por qué?”, pensó Martina sin entender.
—Marti… —palmeó el asiento a su lado—. Ven acá.
Estaban frente a frente. Por lo visto, él quería tenerla pegada.
—No, así estamos bien. Es solo para comer.
—Ven —insistió, con un dejo de fastidio—. Tengo la mano lastimada; me tienes que cuidar.
Martina no tuvo remedio.
—Ok.
Comieron entre mimos, y luego salieron a caminar por la orilla, de la mano.
—Marti.
Por fin él soltó sus dedos, agarró una ramita.
—Te voy a escribir algo.
—Va —ella sonrió.
Él corrió por la