—39.6 °C.
A Fernando se le heló la cara.
—Doctora Herrera —dijo la enfermera—, con pastillas no baja. Mejor le ponemos suero.
—Sí, por favor. Rápido —se adelantó Fernando antes de que Luciana respondiera—. ¿Hay algún lugar donde pueda recostarse?
—Claro. En Observación hay un cubículo libre.
—Gracias.
Con las piernas aún un poco torpes, Fernando corrió de un lado a otro hasta verla acostada, con la vía puesta. No dijo nada. Él era de genio sereno: cuando se enojaba, no explotaba… se quedaba callado.
—Fer —Luciana sintió el pinchazo de culpa—. No te enojes.
Fernando la miró y negó.
—No puedo… no enojarme.
Luciana se quedó sin palabras. ¿Tanto así? Él siempre había sido paciente con ella.
—Perdón.
—Ey… —soltó un suspiro—. No estoy enojado contigo. Estoy… enojado conmigo.
—¿Qué?
Era inesperado, y a la vez no.
—No te cuidé —dijo bajo—. Somos pareja; nos tocaba cuidarnos los dos. Y ha sido al revés… tú corriendo por mí. Ni siquiera noté tu fiebre.
—Tonto… —se le apretó el corazón—. No es tu