Al oírlo, los tres de la familia se quedaron petrificados.
¿Ya habían llegado a ese punto?
Don Carlos y Marc, al fin hombres, se incomodaron. Laura miró a su hija y suspiró:
—Esta niña… sin decir ni pío.
—¡Mamá! —Martina se puso de pie, ardiendo de vergüenza y rabia—. Salvador, ¿ya acabaste? Si ya acabaste, te vas. En mi casa no eres bienvenido.
—Martina…
—¡Levántate! —lo jaló del brazo—. ¿No entiendes español? Lo nuestro se terminó. En esta familia no se venden hijas. Llévate tu línea de distribución y sal por esa puerta.
—Martina…
A un lado, Marc alzó la mano, con cautela.
—¿Qué? —ella lo miró dolida—. ¿También tú de su lado, hermano?
—No es eso —a Marc se le arrugó la voz; era el primero en cuidarla—. No vengo a defenderlo, solo a decir un hecho: nadie amenazó a nadie. La línea ya nos la dieron… y el contrato está firmado.
¿Eh?
Martina se quedó en blanco.
“Entonces no vino a apretarme…”
El aire se volvió denso y quieto.
Salvador soltó un suspiro mínimo. Le tomó la mano, la sentó, y