Tras dos días en el hospital, Martina recibió el alta.
En ese tiempo, Salvador no se movió de su lado: de día, mientras a ella le pasaban sueros, trabajaba con Manuel Pérez desde el teléfono; de noche, hacía guardia él mismo. Aun con su buena resistencia, el ritmo de hospital —luces, rondas, timbres— le partió el descanso en pedazos. Para cuando la llevó de vuelta a Residencial Jacarandá, tenía la fatiga metida en los ojos.
La acomodó en la cama y soltó el aire.
—Listo.
Le peinó el flequillo con los dedos.
—Nada como la casa: aquí todo es más fácil. Tú también vas a descansar mejor.
Martina lo miró, media sonrisa torcida.
—El que va a descansar mejor eres tú, ¿no?
—¿Mm? —se quedó un segundo—. Bueno… tampoco te falta razón —cedió, riéndose.
—¿Y eso qué? —lo pinchó ella—. ¿Con dos días ya te cansaste?
“Ojalá”, pensó. “Si se cansa, tal vez me suelta.”
—¿Cuándo dije que me cansé? —Salvador abrió las manos—. ¿O hice algo para que creas eso? No, no me canso. Me gusta cuidarte.
A Martina se l