Salvador le alzó el mentón con los dedos.
—¿Casarte conmigo te humilla? ¿En qué no estoy a tu altura —familia, formación— o en qué no he sido suficiente?
Sonrió con esa seguridad arrogante que le nacía sola.
—No es por presumir, Martina, pero en esta vida no vas a encontrar a nadie mejor que yo.
¡Por favor!, escupió por dentro. Qué descaro.
—El señor Morán es impecable —sonrió, cortés—. Yo soy la que no está a la altura. Hágame un favor: déjeme ir. En Ciudad Muonio hay colas de mujeres queriendo casarse con usted.
—Eso, desde luego.
Le rozó la mejilla con la yema, conteniendo el enojo.
—¿Pero qué hago si solo te quiero a ti? Tendrás que aguantarme.
—¡Salvador!
—Sí. Solo tú.
—¡Salvador!
A Martina le tembló el cuerpo; no podía controlarlo.
—No sueñes. No voy a aceptar. Salté del auto, me tragué pastillas… y si hace falta, tendré otra estrategia.
Se miraron de frente, ninguno cedió un milímetro.
Salvador apretó la mandíbula; una risa helada se le armó por dentro.
—Bonita “estrategia”. Si