Dicho eso, se puso de pie y salió.
Martina abrió los ojos de golpe y siguió con la mirada su espalda; un velo de agua le nubló la vista. ¿Todavía estaba ahí?
Ya se había lanzado del carro y ni así podía librarse de él.
Afuera del cuarto alcanzó a oír la conversación de Salvador con el médico.
—¡Le duele mucho!
—No han pasado ni veinticuatro horas; sigue en observación. Sobre todo con el golpe en la cabeza, una inyección para el dolor ahora podría encubrir síntomas…
—¿Entonces qué propone? Si no se puede inyectar, ¿la dejamos con el dolor?
Salvador volvió con las manos vacías.
Con el ceño cargado, le tomó la mano a Martina y se la besó.
—El doctor dice que no pueden inyectar. Marti, aguanta tantito: cuando pase la observación y veamos que no hay nada raro, les digo que te pongan el analgésico.
En el fondo, él también tenía miedo: miedo de que hubiera algo más.
Con un resto de fuerza, Martina retiró su mano, cerró los ojos y decidió no verlo ni responderle.
Él se quedó un segundo quieto