El hombre en silla de ruedas llevaba cubrebocas y gorra; no se le veía la cara. Por la complexión, parecía joven.
Alejandro frunció el ceño; sin saber quién era, mantuvo un tono correcto.
—¿Tú eres…?
El otro alzó la cabeza. Sólo se le veían los ojos, fijos en Alejandro. Se miraron unos segundos en silencio.
A Alejandro se le trabó la garganta, se le aceleró el pulso; la respiración se le volvió irregular.
—Alejandro.
El desconocido fue el primero en hablar: dijo su nombre con familiaridad, como quien lo conoce de toda la vida.
Alejandro tensó la mirada y soltó una risita fría. Vaya familia pegajosa: Marisela armando escándalo en el hospital, y ahora él éste aquí.
No quería armar lío frente a la tumba de su madre; se tragó la rabia que le hervía en el pecho.
—Te vas de aquí. En este instante.
El hombre rió apenas, como resignado, y habló para sí:
—Hace años que no vengo a ver a mamá. ¿Estará enojada? ¿Me culpa?
Alejandro se quedó helado. La furia se le desbordó.
—No vengas a decir porqu