Esa noche, Luciana volvió a desvelarse. Ya estaba acostumbrada: tomó la pastilla y se acostó.
De madrugada despertó de golpe. El estómago se le revolvió con fuerza; se cubrió la boca y corrió al baño. Abrazó la taza y vomitó sin control. Cuando terminó, se sintió exhausta. Se miró al espejo: pálida como un fantasma.
Se echó agua fría en la cara. Respiró hondo. Pensó.
¿Por qué estaba vomitando?
Primero se le cruzó el embarazo. Sí, con Alejandro siempre se habían cuidado, pero ningún método era infalible. No iba a adivinar: mañana se hacía la prueba y ya.
Durmió mal, a sobresaltos.
Al día siguiente compró una prueba de embarazo en la farmacia frente al hospital y, en un descanso, se la hizo en el baño. El resultado la tranquilizó: no estaba embarazada.
Alba ni siquiera había podido conocer a su papá; Luciana no debía traer otro bebé al mundo ahora.
Si no era embarazo, ¿entonces por qué las náuseas? Se frotó el vientre. Tal vez era el estrés. Quizá, cuando por fin soltara a Alejandro, mej