¡En el corazón de Luciana, Fernando parecía pesar más que él!
—Ja… ja, ja. —Alejandro curvó los labios en una risa sin brillo; ni un destello de alegría en su cara. Tal vez —se dijo— Luciana nunca lo amó. Ni hace tres años ni ahora: todo fue un engaño. Porque si lo amara, ¿cómo sería capaz de dejarlo?
Déjala ir, pensó con un dolor que le taladraba el pecho. Un amor empeñado en marcharse es un amor imposible de retener.
Luciana terminó de empacar. Subió y llamó a la puerta del despacho.
—No es práctico que duermas aquí —dijo, la voz raspándole la garganta—. Cuando Alba vuelva de la escuela… nos iremos. Regresa a la recámara esta noche, ¿sí?
Esperó; silencio absoluto.
El nudo en su estómago se apretó. Era evidente: él jamás volvería a hablarle. Quizá mejor así, se dijo; él estará bien sin mí.
—Ale… —apoyó la palma en la madera—. Perdóname… perdóname.
Sabía que mil disculpas no servían de nada. Se dio la vuelta.
En ese instante la puerta se abrió de golpe.
—¿Tan rápido? —Sus ojos, oscuro