—¡Tío, tío!
Alba apenas cruzó la puerta y ya corría escaleras arriba.
Luciana quiso detenerla:
—Alba…
Pero la niña, un torbellino, se le escapó de los brazos.
–¡Tíoooo!
—¿Qué pasa? —Alejandro salió del despacho. Al verla, su expresión se suavizó y se acuclilló abriendo los brazos—. Aquí estoy.
—¡Tío! —Alba se lanzó a su pecho—. ¡Hoy saqué cien en dictado!
—¿De veras?
—¡Sí! —sacó del morralito un cuaderno y se lo enseñó—. Tú me enseñaste a escribir.
—Orgulloso de ti. —La besó en el cabello; notó la cabeza sudada—. ¿Por qué corres tanto? Vas a resfriarte.
Sacó un pañuelo y secó con cuidado aquella frente que siempre sudaba un poco más: Alba había nacido prematura; Luciana y él eran muy puntillosos con los cambios de temperatura.
Luciana alcanzó a los dos y, al ver la escena, sintió la culpa clavarle una espina más honda en el corazón.
—Alba —le tendió los brazos—. Ven, cariño.
La niña miró a Alejandro y se acurrucó más.
—Quiero quedarme un ratito con el tío.
Luciana insistió con voz firm