Afortunadamente, al tantear encontró el celular en el bolsillo.
Lo desbloqueó y, con la luz tenue de la pantalla, examinó el sitio y su propio estado.
Su condición no era tan mala: el uniforme táctico amortiguó los golpes y, salvo rasguños, no había heridas abiertas. El dolor muscular era soportable; si tuviera huesos rotos, ni siquiera podría moverse.
Tras checarse, observó alrededor.
Parecía una caverna. Había rodado desde arriba y, sin equipo de ascenso, regresar por la misma ruta era imposible; solo quedaba avanzar, quizá hallar una salida.
Se irguió y, alumbrándose con el teléfono, empezó a avanzar a tientas.
Cuanto más se internaba, más bajaba la temperatura.
Otra preocupación le taladraba la mente: en islas así podía haber depredadores o serpientes venenosas. Rogó no toparse con ninguno.
La gruta resultó enorme. Anduvo diez, quizá quince minutos sin ver una salida; en cambio apareció una bifurcación, dos túneles, izquierda y derecha.
¿Cuál elegir?
Decidió probar primero la izqui