—Ellos pueden pensar lo que quieran; eso no depende de nosotros.
—Abuelo…
—Escúchame —insistió Miguel—. Estoy viejo, pero no soy un necio. El día que él eligió marcharse dejó de ser mi hijo y, para el mundo, hace más de veinte años que “murió”. Aunque volviera a Muonio, ya no tiene nada que ver con los Guzmán.
Levantó la mano como si apartara el asunto:
—Fue culpa de Felipe hacerte pasar este mal rato. Déjalo; yo sé manejarlo. Es tarde, ¿te quedas aquí o regresas?
Alejandro había planeado dormir allí.
—Me quedaré —respondió—. Descansa, abuelo.
—Bueno, ve a acostarte y no le des vueltas a la cabeza.
Demasiado silencio
Su habitación palaciega resultaba inmensa y gélida. Alejandro se levantó de golpe: no quería pasar la noche solo entre esas paredes. La villa Trébol estaba llena de vida… estaba Luciana. Sin pensarlo dos veces, bajó, salió y arrancó el coche rumbo a casa.
A mitad de camino, alguien le hizo señas para que se detuviera. Con un suspiro exasperado, frenó.
—Alejandro —llamó la