¡Sangre!
Aquel día, tras salir de la escuela, algo lo inquietó todo el trayecto; una corazonada pesaba sobre su pecho. Recién el chofer detuvo el auto frente a la mansión, Alejandro saltó y corrió al interior.
—¡Mamá!
La ama de llaves, Amy, le indicó:
—La señora está en su habitación.
Subió de dos en dos los peldaños, pero la puerta estaba cerrada. Golpeó con desesperación.
—¡Mamá, soy yo, Alejandro! ¡Ábreme!
Silencio. Con la ayuda de Amy y una llave de reserva entró… y la vio, sentada en la cornisa de la ventana del tercer piso.
—Ma… mamá —susurró, temblando—. Hoy quiero cenar tus costillas glaseadas y tu sopa de champiñones. Déjame ayudarte en la cocina, ¿sí? —alargó la mano con cautela.
Leonor Jiménez giró la cabeza; sonrió a su hijo, pero en sus ojos anidaba un cansancio sin fondo, ojeras profundas, lágrimas contenidas.
—Perdóname, mi vida… Estoy tan agotada. No puedo seguir. Tienes a tu abuelo; él te protegerá.
—¡Mamá!
El terror le heló la sangre. Corrió, quiso sujetarla… pero ell