Él vio en esos ojos una valentía casi desesperada y se le encongió el alma.
—¿Incluso quedarte a mi lado para siempre? —bromeó con amargura.
Luciana quedó congelada, los hombros temblorosos.
Alejandro negó suavemente.
—No respondas. Fue un decir. Te prometí que, pase lo que pase, cada uno jugará con sus propias cartas… Yo buscaré la medicina, no porque me debas nada, sino porque quiero verte tranquila.
En realidad, el corazón se le había acelerado cuando ella abrió la boca.
Si Luciana no estuviera pidiendo aquello por Fernando, quizá él habría aceptado gustoso.
Pero obligarla a “pagar” con semejante sacrificio… no, jamás. Y si él lo permitía, Fernando se interpondría entre los dos para siempre.
Luciana tenía el pie a remojo; cuando el agua se entibió, Alejandro extendió una toalla sobre sus piernas, la alzó con cuidado y comenzó a secarla con meticulosidad.
Ella lo observó en silencio. Sabía que debía decir algo, pero ¿qué? ¿“Gracias”? Esa palabra le sonaba insuficiente, casi cruel.
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