Era la primera vez que Luciana asistía a una fiesta en alta mar y, entre la decoración y la cantidad de invitados, todo le parecía de película. A diferencia del almuerzo familiar, la cena era mucho más concurrida y a modo bufé.
Alrededor de Miguel se agolpaba medio mundo; ella decidió evitar la muchedumbre. Además, tenía hambre, así que fue directo a servirse algo y buscó una mesa libre.
Desde otra esquina, Simón se acercó a Alejandro y le informó en voz baja:
—Luciana ya llegó, está comiendo allí.
Alejandro, por encima del gentío, la localizó y asintió.
Luciana, concentrada en su plato, no se enteró de nada.
—Tú… perdona… hola.
Una voz tímida sonó a su lado. Luciana alzó la mirada, señalándose a sí misma: ¿A mí?
El chico parecía de poco más de veinte, rostro pulcro, gafas de montura dorada, aire estudiado.
No lo recordaba de nada.
—Hola —dijo él, nervioso pero sonriente—. ¿Puedo sentarme aquí?
—Claro —respondió Luciana después de tragar.
Se lo permitió: las mesas eran libres. El joven