El corazón y las sienes le palpitaban con fuerza.
Tenía la sensación —casi un presentimiento— de que algo estaba a punto de ocurrir.
Para que Alba no despertara llorando, Alejandro cubrió a la niña con su chamarra y salió del cuarto.
Como llevaba días al límite, Juan y Simón hacían guardia en la sala; al verlo aparecer, los dos se incorporaron de inmediato.
—Alejandro —avisó Juan—, los mercenarios ya están trabajando.
—Ajá.
Alejandro se sentó en el sofá, frunció el ceño y entrelazó los dedos, perdido en sus cavilaciones.
—No va a aguantar si no descansa —murmuró Simón—.
Tenía razón: la preocupación por Luciana lo estaba consumiendo; en apenas días se había demacrado, los pómulos hundidos eran prueba de ello.
—No puedo dormir —contestó Alejandro, alzando la vista hacia ellos—. Estoy esperando…
—¿Esperando qué? —preguntaron los hermanos al unísono.
Él abrió los labios y soltó dos palabras:
—…a Luciana.
Los Muriel intercambiaron una mirada perpleja.
***
Luciana creyó haberse quedado ciega