—¿Qué haces? —Luciana intentó zafarse—. Tienes que cambiar la bolsa del suero…
Alejandro, como si no oyera, la sujetó con fuerza suave:
—Lo que dijiste… Que no te gusta verme postrado. Si me recupero, ¿entonces tú… tú…? —La emoción le trabó la lengua—. ¿Tú me quie , quie…?
—Te quiero —lo ayudó ella sin rodeos, apartándole la mano—. Ahora llamo a la enfermera.
Él se quedó paralizado. ¿Lo había oído bien?
Regresó con la enfermera, quien cambió la infusión y se marchó. Alejandro volvió a tomarle la mano, impaciente:
—Repite lo que dijiste, por favor.
—¿Para qué? —Luciana frunció los labios—. Si no lo captaste, se queda en el aire.
—¡No es justo! ¡Sí escuché! Dijiste que me quieres. Y no solo ahora; en la cueva también lo dijiste. No te hagas.
—¿Ah, sí? —entornó los ojos—. O sea que oíste clarito y aun así me exiges bis. Eso es mentir… y jurabas que nunca me mentías. —Lo picó con el dedo en el pecho.
—Yo… —cayó en la trampa.
—Te tocó castigo —ella retiró la mano y él, con gesto solemne, se