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Sebastián contempló el rostro de Cassandra, lleno de agravio pero al mismo tiempo preocupado por él, y por primera vez en su interior nació una sensación de compasión. Cuando Cassandra, con la voz quebrada, soltó:

—Quiero escucharlo de tu propia boca —él se quedó paralizado, con los dedos suspendidos sobre la pantalla del teléfono, incapaz de escribir.

La avalancha de emociones en los ojos de ella lo dejó mostrando una inseguridad que jamás había sentido. Las palabras que necesitaba decir se agolpaban en su mente, pero el camino hacia sus dedos parecía bloqueado por años de silencio y orgullo herido. Cada segundo sin respuesta era una pequeña muerte.

Al ver su prolongado silencio, Cassandra interpretó que era la confirmación tácita de las palabras venenosas de Danaé. La decepción se dibujó en su rostro como una sombra que se extendía, transformando la esperanza en resignación amarga. Con los ojos enrojecidos, se dio media vuelta para marcharse, sus pasos decididos pero temblorosos.
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