3 La celebración del compromiso

La habitación de Aysun estaba en silencio. Frente a ella, extendido sobre la cama como un símbolo cruel de su destino, estaba el vestido que Kemal le compró para que lo usara para celebrar el compromiso.

Aysun se llevó una mano a la boca para sofocar el sollozo que le trepaba por la garganta. Se sentó junto al vestido, temblando, y sus dedos recorrieron la tela como si con ello pudiera convocar los recuerdos de un futuro que nunca sería. Recordó la sonrisa nerviosa de Mert, el hombre con quién tenía un noviazgo oculto de su familia, y con quién tenía planeado casarse en cuanto terminara sus estudios universitarios. Su corazón estaba roto, no volvería a verlo. En pocas horas tendría que presentarse frente a Serhan, el mafioso que había marcado el destino de su familia, y prometerle obediencia como esposa. Su pecho ardió con una mezcla de miedo, rabia y repulsión.

Las lágrimas nublaron su mirada y, en ese desahogo, llegó el recuerdo más doloroso: su padre, Yusuf.

Lo vio como solía estar en los últimos años, sentado en el porche de la casa en el campo, con las manos curtidas por el trabajo en la tierra, lejos de los lujos manchados de sangre. Había huido de la mafia después de que asesinaran a su esposa, la madre de Aysun, jurando nunca más permitir que la oscuridad de ese mundo tocara a su hija.

“Tu destino no está entre las sombras, Aysun. Tú mereces la luz, la paz que yo nunca tuve.”

Le repetía con voz grave, mientras acariciaba su cabello.

Un gemido escapó de sus labios. Sentía que, aceptando casarse con Serhan, estaba traicionando a Yusuf, borrando el sacrificio que él hizo al alejarse de todo aquel poder corrupto. La tierra, los animales, la vida sencilla… eso era lo que él soñó para ella.

—Perdóname, papá… —susurró, dejando que las lágrimas cayeran sobre la tela del vestido—. Yo no pedí esto…

El reflejo en el espejo cercano le devolvió la imagen de una mujer rota, atrapada entre la obediencia y el recuerdo de un padre que luchó para que nunca pisara ese camino. Y, sin embargo, allí estaba: con un destino sellado, pronto estaría encadenada a un mafioso cuyo apellido evocaba miedo, y cuyo amor nunca sería suyo.

El viento nocturno se filtró por la ventana, levantando un leve murmullo en las cortinas. Aysun cerró los ojos e imaginó que era su padre, que volvía a hablarle con esa firmeza protectora. Pero cuando los abrió, la realidad la golpeó de nuevo: estaba sola, con un destino que la arrastraría sin remedio hacia el altar de un matrimonio que no deseaba.

***

La sala de la casa de los Boran, estaba adornada con alfombras coloridas y lámparas de cristal otomano que proyectaban destellos cálidos sobre las paredes. La música tradicional sonaba de fondo, con el eco lejano del zurna y el davul. Todo se veía hermoso, pero la armonía que se esperaba en un compromiso turco estaba quebrada por una tensión invisible.

Las dos familias estaban reunidas, sentadas en torno a las mesas con bandejas de dulces, nueces y té humeante. En el centro, como dictaba la costumbre, una bandeja de plata esperaba el momento del anillo de compromiso, con dos copas bordadas con listones rojos que simbolizaban la unión.

Aysun estaba sentada junto a Sefiye, con las manos apretadas sobre su regazo. Su rostro tenía la rigidez de una estatua: pálida, con los labios tensos y los ojos húmedos, como si llevara en la mirada la tragedia de alguien condenado. El vestido que le habían impuesto resaltaba aún más el contraste con su alma apagada. Parecía una novia de luto en medio de un festejo.

La abuela de Serhan, elegantemente vestida, permanecía erguida como una reina herida en su orgullo. No disimulaba su desaprobación: sus labios se fruncían cada vez que su mirada se posaba sobre Aysun. El murmullo de algunos invitados la secundaba en silencio, recordando que la joven que se casaba con su nieto, provenía de una familia manchada por la renuncia de Yusuf, el padre difunto de Aysun, aquel hombre que había dado la espalda a los negocios de la mafia.

Serhan, en cambio, se mantenía impasible, incluso sereno. Observaba todo con una calma desconcertante, como si el aire enrarecido le perteneciera, como si aquel compromiso no fuese una unión sino una demostración de poder. Sus manos descansaban relajadas sobre sus rodillas, y de vez en cuando, apenas, dejaba escapar una sonrisa enigmática.

Entre los invitados, Melek, la prima de Serhan no ocultaba su disgusto. Se inclinó hacia su abuela para susurrarle algo, provocando miradas indiscretas de los parientes que fingían concentrarse en sus tazas de té. Mientras tanto, la tía de Aysun, mujer de carácter noble, se esforzaba por mantener la dignidad de su sobrina: le tomaba la mano con fuerza, como recordándole que aún tenía alguien de su lado.

Llegó el momento del kahve. Aysun se levantó con pasos vacilantes para preparar el café turco, como manda la tradición. Debía ser un instante alegre, cargado de bromas y sonrisas; pero cuando ella apareció con la bandeja de pequeñas tazas humeantes, el silencio era casi sepulcral. Incluso el detalle de que en la taza de Serhan se solía colocar sal en lugar de azúcar —para probar su paciencia— perdió su sentido festivo. Serhan bebió el café sin inmutarse, manteniendo su serenidad casi teatral, mientras todos los presentes contenían el aire.

Finalmente, los anillos de compromiso fueron colocados en sus manos derechas, unidos por el listón rojo que debía simbolizar la unión de dos familias. Una anciana pariente lo cortó con unas tijeras doradas, deseándoles felicidad. Pero la palabra “felicidad” retumbó vacía en el salón.

Los aplausos fueron breves, casi forzados. La madre de Serhan se levantó de la mesa con un gesto frío, mientras Aysun bajaba la cabeza, sintiendo que aquel listón rojo no era un lazo de amor, sino la cuerda de su destino.

En medio de las sonrisas fingidas y las miradas envenenadas, el único que parecía disfrutar de verdad aquel momento era Serhan, sentado erguido, dueño de la escena, con la calma de quien sabe que ya ha ganado la partida.

***

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