Mundo de ficçãoIniciar sessãoDesde lo alto de la escalera principal, con una copa de vino en la mano y la máscara negra cubriéndole medio rostro, Dorian Villeneuve la observaba atentamente.
No sonrió.
Pero tampoco apartó la mirada.
Francine contuvo el aliento.
El plan era encontrar primero al cazatalentos.
Pero fue el dueño de la fiesta quien la encontró a ella.
Mordió suavemente su labio inferior y caminó hacia el bar con el paso más elegante que pudo sostener.
Al sentarse, respiró hondo y fingió tener el control absoluto de la situación.
—Un Negroni, por favor —dijo, con la voz más aterciopelada que tenía.
—Dos, por favor —completó una voz grave detrás de ella.
Francine se congeló por dentro.
Dorian.
Se sentó en el taburete a su lado como si fuera lo más natural del mundo.
Ella no se atrevió a mirarlo directamente; solo sonrió apenas y mantuvo la vista fija en el bar.
Él tampoco pareció reconocerla.
Claro que no.
En casi un año trabajando en esa casa, apenas sabía los nombres de sus empleados.
Para él, eran parte del mobiliario.
Francine odiaba eso de él.
Aunque admitía que ese hombre tenía un encanto que daba rabia.
—Pareces incómoda —dijo él, sin apartar los ojos de ella.
—Y tú pareces demasiado seguro de ti mismo.
—¿De verdad lo crees?
—Estoy segura. Solo alguien muy confiado se sienta junto a una mujer desconocida en un baile de máscaras y pide el mismo trago.
—Tal vez solo tenga buen gusto.
—O tal vez solo seas un impertinente.
Dorian sonrió.
Ella giró el rostro. No podía dejar que él notara que le había hecho gracia.
—Me gustan las mujeres sinceras —dijo él, recibiendo su copa del barman.
—A mí me gustan los hombres que no creen que todo gira a su alrededor.
—Entonces te costará mucho que te guste de mí.
Ella lo miró por primera vez.
Ojos grises, expresión tranquila...
Ese tipo de belleza peligrosa que hacía querer un cigarro aunque nunca hubieras fumado.
—Nunca dije que quisiera que me gustaras.
—Todavía.
Francine soltó una risa suave.
—Vaya, te superas. ¿Ahora intentarás hipnotizarme con frases ensayadas?
—Puedo intentar otra cosa.
Él extendió la mano.
—¿Me concedes esta danza?
Ella miró su mano dos segundos más de lo necesario.
¿De verdad estaba cayendo en eso?
—Solo si prometes no estrangularme con tu ego en el camino.
Dorian volvió a sonreír.
—Prometo controlarme.
Ella puso su mano sobre la de él. Cálida. Firme. Y se dejó llevar al centro del salón.
Desde la puerta, Otávio observaba la escena con la mano en la frente.
—Ay, Francine… me vas a matar del susto.
Francine había asistido a muchas fiestas en su época de modelo.
Sabía exactamente qué canción sonaba solo con oír el primer acorde.
El vestido, aunque escandaloso, era sorprendentemente cómodo. Se movía con gracia. Estaba completamente en su elemento.
Dorian, en cambio, parecía hipnotizado. Inmóvil. Como si su cerebro se hubiera quedado en blanco intentando entender quién era esa mujer.
Francine lo notó. Y decidió divertirse con eso.
Comenzó a girar a su alrededor, despacio, con la mirada fija y una sonrisa traviesa.
¿No sabía bailar?
¿O simplemente estaba... encantado?
No le importaba. Solo quería disfrutar cada segundo de aquella locura.
Pero entonces, en un movimiento rápido, Dorian la sujetó por la cintura.
Las manos firmes. La mirada intensa.
Y empezó a guiarla con una perfección que le erizó hasta la nuca.
El salón, como por arte de magia, se abrió. La gente se detuvo, dejando espacio. Todos los observaban.
Francine no se intimidó. Al contrario. Se entregó a la danza.
Giraba con confianza, la sonrisa cada vez más provocadora.
Y Dorian...
Ya no veía a nadie más.
Ni siquiera parecía oír la música.
Solo el brillo de su sonrisa.
En medio de un giro, un camarero pasó con una bandeja de copas.
Francine tomó una y, sin dejar de bailar, la bebió de un solo trago.
Dorian arqueó una ceja.
—¿Necesitas valor para bailar conmigo?
Ella rió.
—Solo estoy disfrutando. No sé cuándo tendré otra oportunidad como esta. Tu fiesta solo pasa una vez al año, ¿recuerdas?
Él la miró por un segundo.
La música, el salón, la gente… todo pareció desvanecerse.
—Tienes razón.
Otro camarero pasó.
Dorian tomó una copa y la bebió de un trago.
Levantó el vaso vacío en el aire.
—Por las oportunidades únicas.
Francine sonrió de lado, provocadora.
—Y por las decisiones de las que nos arrepentiremos mañana.
—O no —respondió él, acercándola un poco más.
Esta vez, sus manos bajaron un poco más por su cintura.
Aún respetuosas, pero con una osadía calculada.
Ella lo notó. Y le gustó.
Por un instante, bailaron en silencio.
Solo los cuerpos hablando.
Las miradas se cruzaban.
Los pasos fluían.
Francine ya no era la empleada.
En ese momento, era la mujer más deseada del salón.
Y Dorian lo sabía.
Pero entonces, una mano se interpuso entre ellos.
—¿Me concede esta danza, señorita? —preguntó un invitado elegante, sonriendo con la confianza de quien cree tener una oportunidad.
Francine dudó un segundo. Pero aceptó.
—Claro —dijo, guiñándole un ojo a Dorian como quien dice la noche es larga.
Dorian se apartó con elegancia, manos en los bolsillos, mirada firme.
Se quedó allí, observando.
Ella giraba en los brazos del otro con la misma ligereza.
Sonreía. Movía el cabello.
Dominaba el salón como si hubiera nacido para eso.
¿Quién era ella, realmente?
Dorian tomó otra copa de la bandeja de un camarero y la bebió de un trago, como si eso le devolviera la cordura.
Pero solo encendió más el fuego.
No era el tipo de hombre que competía por atención.
Pero esa mujer...
Era distinta.
Y estaba decidido.
Dejó la copa vacía en la bandeja y cruzó el salón con pasos firmes.
Se detuvo a su lado.
—¿Puedo recuperar a mi dama? —preguntó, con la voz baja y directa.
El otro hombre ni lo discutió.
Soltó a Francine como si entendiera que el juego estaba por encima de él.







