3 - ¿Ya nos conocemos?

Ella miró a Dorian con una sonrisa triunfante.

—¿Perdiste la cabeza de una vez, señor anfitrión?

—Completamente —respondió él, extendiendo la mano.

Ella la aceptó.

Dorian, cada vez más curioso. Francine, cada vez más… escurridiza.

Él hacía preguntas sutiles. Ella respondía con medias verdades y una sonrisa.

—¿Eres de aquí?

—Hoy lo soy.

—¿Puedo saber tu nombre?

—Puedes intentarlo.

Dorian sonreía, pero sus ojos estaban en alerta. Como si cada paso de ella fuera un enigma.

Francine, en cambio, se movía con ligereza. Pero por dentro, el pánico ya empezaba a golpear.

Fue entonces cuando, de reojo, vio a Malu, medio escondida entre dos columnas, haciéndole señas desesperadas con las manos.

Francine se volvió hacia Dorian.

—¿Me disculpas? Necesito… ir al baño.

Él asintió, pero sus ojos la siguieron hasta que desapareció del salón.

En el pasillo, Malu ya la estaba tomando del brazo.

—¡Mujer, estás loca! ¿Bailando con él? ¿Llamando la atención así? ¿Cómo piensas salir de esta fiesta ahora que él solo tiene ojos para ti?

Francine se detuvo. Se quedó helada. El corazón desbocado.

—Yo… no lo sé. No lo pensé.

—¡Claro que no pensaste! ¡Nunca piensas hasta que estás hundida hasta el cuello!

—Tranquila, ¿sí? Tengo un plan.

—Ay, Dios mío…

—Voy a fingir un desmayo en el salón. Me cargan hasta aquí, y listo. Desaparezco con estilo.

—¿Estás loca? ¡Es obvio que él vendrá detrás! ¿Y si te reconoce de cerca?

Francine resopló.

—Está bien, escucha… Ve por detrás y trae al Duque. Tráelo con correa hasta el pasillo. Deja la puerta apenas entreabierta.

—Francine…

—Él entra, hace su desastre de siempre, todos corren detrás, y en la confusión, yo desaparezco.

—¿Quieres usar al perro del jefe como distracción? ¡Definitivamente perdiste la cabeza!

—O eso, o me quedo aquí esperando que él me arranque la máscara con los dientes.

Malu se quedó en silencio.

—Esta casa tiene cámaras por todos lados, ¿recuerdas?

Francine ya estaba acomodándose el vestido, mirando la puerta con decisión.

—Entonces deja que me las arregle sola.

Y sin esperar respuesta, volvió al salón.

Malu se quedó atrás, conteniendo la respiración.

—Esto va a terminar muy, pero muy mal…

Cuando regresó al salón, más nerviosa que antes, Francine bebió como si no hubiera un mañana.

No era exactamente buena compañía cuando bebía.

No porque se volviera impertinente.

Sino porque se volvía… muda.

Callada como una puerta. Somnolienta. Lenta. La mente girando como un ventilador viejo a punto de estropearse.

Y fue en ese estado que Dorian la miró, un poco más preocupado.

—¿Estás bien?

Ella solo asintió, forzando una sonrisa torpe.

—Creo que iré por un poco de agua. Y quizás algo de comer. Pareces… algo alterada.

Francine parpadeó despacio. Un ángel le susurró al oído: la oportunidad llegó.

—Gracias —dijo en voz baja, casi un susurro.

Apenas él se dio la vuelta, ella se levantó.

Con pasos cuidadosos —o al menos eso creía— salió por la puerta lateral del salón.

Subió las escaleras de la mansión. Cada peldaño parecía una montaña.

Pero tenía un objetivo claro en su mente nublada por el alcohol: cama. Silencio. Escondite.

—Esta mansión tiene treinta habitaciones —murmuró para sí misma—. Se rendirá antes de encontrarme.

Primera puerta: cerrada. Desde adentro, gemidos muy audibles.

Francine puso los ojos en blanco.

Ninguna sorpresa. Si se trata de una fiesta de máscaras de Dorian…

Segunda puerta: también cerrada.

Tercera: vacía, pero con fuerte olor a cigarro.

Siguió tambaleándose por el pasillo hasta la última puerta. Giró el picaporte.

Abierta.

—Por fin —murmuró, quitándose los tacones.

Cerró la puerta detrás, apagó la luz del velador y se dejó caer en la cama con el vestido puesto. La máscara aún en el rostro, el cuerpo entero cansado.

Solo quería cinco minutos. De paz. De silencio. De olvido.

Pero Dorian no tardó en encontrarla.

La lógica era simple: no había salido por los portones. No pasó por los guardias.

Así que solo quedaba un lugar: el piso de arriba.

Subió las escaleras con paso firme.

Y, como un sabueso de misterios, recorrió el mismo camino que ella había tomado. Pasillo tras pasillo. Puerta tras puerta.

En la última habitación, la encontró.

La puerta entreabierta. Uno de sus tacones abandonado en el suelo. La silueta tendida en la cama, aún con el vestido escarlata y la máscara puesta.

Dorian sonrió de lado.

—Lo siento, señorita escarlata… pero en mi baile de máscaras, nadie duerme.

Por un segundo pensó en acercarse. Pero no era el momento.

Él no era ese tipo de hombre.

Se giró, cerró la puerta con cuidado y volvió al salón.

Allí dio un breve discurso de agradecimiento a los invitados. Clásico, directo, como si nada hubiera cambiado esa noche.

Cuando los últimos pares comenzaron a irse unas horas después, regresó al cuarto.

Abrió la puerta despacio.

Francine ya estaba sentada en la cama. Al verlo, llevó la mano al rostro, asustada, como temiendo haber quitado la máscara sin darse cuenta.

Dorian cerró la puerta con calma, como siempre.

—No te preocupes. No te quité la máscara.

Ella bajó la mano lentamente, aún desconfiada.

—Lo que pasa en el baile, se queda en el baile… ¿cierto?

—Exactamente.

Él se acercó despacio, sin prisa. Llevaba una pequeña bandeja con frutas, pan y dos copas de agua.

—¿Me trajiste comida? Qué caballero. No conocía ese lado tuyo.

—Entonces… ¿ya nos conocemos?

Ella soltó una risa seca, tomando una uva de la bandeja con teatralidad cínica.

—No sé si podría decir que sí.

Llevó la uva a la boca, la mordió despacio, los ojos fijos en los de él.

Como si dijera: yo también sé jugar este juego.

—Pareces… familiar —dijo Dorian, sentándose en una butaca frente a ella.

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