Me sentía atrapada en medio de los dos. Podía escuchar mi propia respiración, demasiado alta en contraste con el silencio pesado que se había formado entre Rupert y Richard. Sus miradas eran como cuchillas cruzándose en el aire: la de Richard fija, oscura, contenida, la de Rupert desafiante, como un animal que no piensa retroceder ni un paso. Eran dos fieras midiéndose, y yo estaba justo en el centro, sosteniendo ese fuego que parecía arder entre ellos.
—¿Podemos hablar a solas? —dijo Richard al fin, su voz dirigida a mí, no a Rupert. Cuando sus ojos se encontraron con los míos, vi cómo en un instante se suavizaron, como si yo fuese la única capaz de apagar la tormenta que llevaba dentro.
Pero Rupert no iba a dejarlo pasar.
—¿No ves que está hablando conmigo? Puedes esperar. —Su voz sonó dura, seca, y su mirada clavada en Richard era un reto abierto.
Richard ni siquiera se giró hacia él. Sus ojos seguían fijos en mí, ignorando la presencia del otro con una calma helada.
—Me parece que