Mundo ficciónIniciar sesiónLas últimas veinticuatro habían sido un suplicio. Nicolle apenas había dormido, atrapada en un vaivén de pensamientos que se repetían como un eco insoportable. Cada vez que cerraba los ojos, volvía a escuchar esa voz grave, implacable, diciéndole con una calma que rozaba lo cruel: “Fue seleccionada para ser mi esposa.”
Había intentado convencerse de que era una locura, un delirio de poder de un hombre demasiado acostumbrado a que nadie le dijera que no. Pero la verdad era que la idea se le había incrustado en la cabeza como una espina imposible de arrancar. No era solo la propuesta en sí, sino lo que representaba: estabilidad, seguridad, un futuro distinto al que llevaba años persiguiendo sin éxito.
Sin embargo, cada vez que pensaba en aceptar, la indignación le subía como un fuego. ¿Qué clase de mujer sería si se dejaba comprar de esa manera? Y, aun así, cuando miraba la cuenta bancaria, cuando recordaba las noches de angustia pensando en cómo salir adelante… esa espina giraba, giraba y dolía más.
Dos noches en vela habían bastado para tomar una decisión. No porque creyera haber encontrado la respuesta, sino porque necesitaba enfrentarla. Necesitaba verlo otra vez. Escucharlo. Quizá para decirle que estaba loco, quizá para escuchar lo que prometía como “beneficios”. No lo sabía. Lo único claro era que debía verlo.
Y así, dos días después de aquella visita a su departamento, se encontraba parada frente al edificio Moretti. Nicolle respiró hondo, ajustó el bolso sobre su hombro y cruzó la entrada. Subió al elevador y al llegar al último piso se acercó al mostrador de recepción, donde una mujer impecablemente vestida en un traje gris oscuro la miró con la profesionalidad de alguien que ya había visto de todo.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla? —preguntó, con una sonrisa cortés pero distante.
Nicolle tragó saliva.
—Vengo a ver al señor Iván Moretti.
La recepcionista tecleó algo en la computadora.
—¿Tiene cita?
—No… pero es importante.
La mujer levantó la vista, arqueando apenas una ceja.
—El señor Moretti está en reunión. No recibe visitas sin agendarlas previamente.
Nicolle se cruzó de brazos, decidida a no dejarse vencer tan rápido.
—Dígale que está aquí la candidata número uno. Estoy segura de que entenderá.
La recepcionista parpadeó, desconcertada.
—Lo siento, señorita, no puedo interrumpirlo.
Nicolle bufó antes de mostrar su mejor sonrisa.
—Créame, es más importante de lo que imagina.
La recepcionista mantuvo su sonrisa rígida.
—El señor Moretti es muy claro con sus instrucciones. No interrumpimos sus reuniones bajo ninguna circunstancia.
Nicolle estaba a punto de responder con un sarcasmo cuando, de repente, el aire en el vestíbulo cambió. El sonido de puertas abriéndose resonó, y un grupo de ejecutivos salió de la sala de juntas. Al frente, caminando con paso seguro, apareció Iván Moretti.
Su presencia era imposible de ignorar. Traje oscuro, guantes de cuero en una mano, el abrigo colgado sobre el brazo. Su rostro, afilado y sereno, parecía tallado para inspirar respeto. Hablaba en voz baja con un hombre mayor, pero sus ojos se alzaron un segundo y encontraron a Nicolle. Fue como si todo el ruido del lugar se hubiera detenido.
La recepcionista se puso de pie, visiblemente nerviosa.
—Señor Moretti… yo…
Iván se detuvo frente al mostrador, su sombra alargándose sobre el mármol.
—¿Por qué no la dejó pasar? —preguntó con voz baja, firme, sin necesidad de alzar el tono.
La recepcionista balbuceó:
—Señor, estaba en reunión y yo… consideré que
—Ninguna reunión es más importante que atender a la señora Moretti —La interrupción fue seca, definitiva.
Nicolle se quedó paralizada. Sintió la sangre subirle a la cara y abrirse paso como fuego.
—¿Señora… qué? —alcanzó a susurrar, incrédula.
La recepcionista abrió la boca, boquiabierta. Nadie parecía tener el valor de contradecirlo.
Iván no repitió la frase ni la explicó. Simplemente giró hacia Nicolle, la miró directamente, y con un gesto de la mano la invitó a seguirlo.
Ella dudó un segundo, pero las piernas la traicionaron y la llevaron tras él. El eco de sus tacones sobre el mármol retumbaba como si todo el edificio estuviera pendiente de su caminata.
Cuando atravesaron la puerta de su despacho, Nicolle sintió que había cruzado a otro campo de batalla. Iván se quitó los guantes y los dejó sobre el escritorio, luego se acomodó en la silla giratoria de cuero negro. Nicolle, todavía de pie, cruzó los brazos.
—¿Me puede explicar qué fue eso de “señora Moretti”?
Él apoyó los codos en los brazos del sillón, entrelazando las manos frente a su rostro.
—Creo que fue lo suficiente claro.
—No soy su esposa —replicó ella, casi escandalizada.
—Aún —La palabra salió seca, como una roca lanzada al aire.
Nicolle soltó una carcajada nerviosa.
—¿Está bromeando otra vez?
—Ya le dije, no pierdo tiempo en bromas.
Ella lo miró, incrédula.
—Yo vine a una entrevista de trabajo, no a un casting para matrimonio.
—Y sin embargo, aquí está —Él ladeó apenas la cabeza, sus ojos oscuros fijos en ella.
—Estoy aquí para aclarar las cosas —dijo Nicolle, alzando la voz.
—No hay nada que aclarar —Iván se inclinó hacia adelante—. Usted vino. Eso significa que lo está considerando.
Nicolle arqueó una ceja, usando el sarcasmo como escudo.
—O significa que me gusta perder mi tiempo con propuestas absurdas.
Él sostuvo la mirada, imperturbable.
—Si realmente creyera eso, no habría pasado las ultimas veinticuatro horas dándole vueltas en la cabeza antes de venir.
—Pues adivine, señor Moretti: no soy tan fácil de leer como cree.
Él arqueó una ceja, divertido, aunque su semblante seguía siendo severo.
—Lo contrario. Es transparente. Nerviosa cuando juega con el anillo invisible en su dedo, evasiva cuando cruza los brazos, sarcástica cuando quiere defenderse.
Nicolle apretó los labios.
—¿Siempre analiza así a las personas?
—Siempre —respondió sin dudar—. Por eso estoy donde estoy.
Ella negó con la cabeza, exasperada.
—Debe ser agotador vivir con alguien que lo mide todo.
—No lo es si la otra persona tiene la capacidad de sorprenderme —Sus ojos se encendieron un instante, como si acabara de dejar escapar más de lo que pretendía.
Nicolle se enderezó en su lugar, buscó refugio en el sarcasmo.
—Entonces, ¿yo lo sorprendo?
Él sostuvo la mirada sin pestañear.
—Sí.
Ese simple sí cayó como una piedra en el agua, dejando ondas invisibles en la habitación. Nicolle sintió un calor extraño subirle al pecho.
—Bueno… —dijo, nerviosa— Supongo que debería sentirme halagada, aunque no estoy segura de que venga de un hombre que hace listas de requisitos para elegir esposa.
—No hago listas —corrigió él, con calma imperturbable—. Hago elecciones.
Nicolle chasqueó la lengua.
—Qué conveniente.
—Lo llamo eficiencia.
Ella rodó los ojos.
—Y yo lo llamo arrogancia.
El silencio se estiró entre ellos, cargado de tensión. Nicolle se mordió el labio, molesta por la facilidad con la que él leía sus pensamientos.







