Cuando la puerta se cerró tras Adrián, el silencio se hizo tan pesado que Nicolle sintió que podía cortarlo con un cuchillo. Iván permanecía allí, de pie en medio de su sala, con la misma presencia imponente que había demostrado en su oficina. Sus hombros rectos, el abrigo gris aún sobre sus hombros y su altura descomunal que le daba un aire inaccesible, casi intimidante.
Nicolle se sentía tan pequeña a su lado, diminuta. Como si de repente le arrebataran la voz y tuviera que obedecer a la figura imponente frente a ella, sin titubear.
De repente, él ladeó la cabeza, con los ojos fijos en ella, y dejó escapar una pregunta cargada de una ironía apenas perceptible:
—¿Tu cita?
Nicolle se ruborizó al instante. Se frotó las manos con nerviosismo, buscando palabras que no la dejaran en ridículo.
—Lo siento por eso —dijo con sinceridad, casi atropellando las sílabas—. No era… no era lo que parece. Ese hombre era mi exesposo. Vino a buscar unas cosas, nada más.
Iván no respondió de inmediato. La estudió en silencio, con la intensidad de alguien que mide cada gesto, cada palabra. Luego, alzó una ceja, como si evaluara la veracidad de su explicación, y apenas asintió.
—Entiendo.
El tono era seco, distante. Tan seco, que Nicolle se sintió obligada a llenar el vacío con amabilidad.
—¿Desea… algo de beber? —preguntó, moviéndose hacia la pequeña cocina integrada al salón—. Tengo café, té, jugo…
—Estoy bien —interrumpió él con esa frialdad inquebrantable que parecía formar parte de su piel.
En vez de aceptar, Iván comenzó a caminar lentamente por la sala, sus pasos firmes resonando contra el suelo de madera. Nicolle lo siguió con la mirada, un nudo apretándole el estómago. Le incomodaba la manera en que él observaba todo, como si cada detalle de su hogar fuera una ficha en un tablero que debía analizar.
Su apartamento era modesto pero acogedor: paredes color crema, cortinas claras que dejaban filtrar la luz del atardecer, estantes llenos de libros ordenados con cuidado. Sobre la mesa había un pequeño florero con lirios frescos, y en la esquina, un grupo de plantas que daban al lugar un aire fresco, casi hogareño. Había fotos antiguas guardadas discretamente en una repisa: una con su hermana, otra con Toby apoyado en su hombro.
El loro, como siempre, no perdió la oportunidad de hacerse notar.
—¡Hola, hola! —graznó, agitando las alas.
Iván se detuvo frente a la jaula y observó al loro con detenimiento. Sus ojos verdes lo estudiaron como si fuese un objeto extraño en exhibición. No había gesto de ternura, pero tampoco indiferencia; era una seriedad inquisitiva, la de alguien que analizaba cada detalle.
—Interesante… criatura —dijo al fin, con voz baja y firme.
Nicolle sonrió un poco, intentando romper el aire solemne que siempre lo rodeaba.
—Se llama Toby. Es parte de la familia —explicó, acariciando con los dedos la reja de la jaula —. A veces habla demasiado, pero me hace compañía.
El loro agitó las alas y repitió, como si confirmara lo dicho: ¡Compañía, compañía!
Por primera vez, Nicolle creyó notar un leve destello en los labios de Iván, no exactamente una sonrisa, pero sí algo que lo humanizaba.
» ¿Y usted, señor Moretti? —preguntó, con un atisbo de curiosidad—. ¿Tiene alguna mascota?
Él la miró de reojo, como si la pregunta le resultara extraña.
—No —respondió con simpleza. Luego, tras un breve silencio, añadió—: No soy amante de los animales.
—¿Nunca tuvo uno? Ni siquiera de niño —insistió ella suavemente, con esa naturalidad afectuosa que le salía sin proponérselo.
Iván desvió la mirada hacia la ventana, como si escarbara en una memoria lejana.
—Hubo un perro en casa… pero no era mío, sino de mi madre. Murió cuando yo era adolescente.
Nicolle inclinó la cabeza, compasiva.
—Lo siento. Perder una mascota también duele, casi como perder a alguien de la familia.
Él la miró de frente, como calibrando sus palabras.
—Precisamente por eso no me interesa volver a tener una —dijo con la misma seriedad, aunque había en su tono algo más profundo, casi imperceptible.
Nicolle tragó saliva. Quiso responder algo, pero fue Toby quien irrumpió en el silencio con un graznido oportuno:
—¡No llores, no llores!
Ella soltó una risita nerviosa.
—Ve lo que le digo. Toby siempre tiene un comentario que hacer en el peor momento.
Los labios de Iván se curvaron apenas, tan levemente que Nicolle no supo si lo había imaginado.
—Quizá no es tan inútil, después de todo —murmuró él, retomando su tono seco y rostro ceñudo. Sin permitirle a ella ver más allá de su caparazón inquebrantable.
Nicolle bajó la mirada, pero no pudo evitar sonreír. Esa breve interacción, tan pequeña y trivial, le dio la sensación de que bajo todo ese hielo había un hombre capaz de sentir más de lo que demostraba, aunque se empeñara en ocultarlo.
Iván avanzó con paso firme hasta el centro de la sala. Se acomodó el abrigo antes de tomar asiento en uno de los muebles, como quien prepara el terreno para una conversación que no admite interrupciones.
—Estoy aquí porque necesitamos hablar sobre la entrevista de ayer —dijo, con esa voz grave y controlada que parecía llenar cada rincón del departamento.
Nicolle, aún nerviosa por la visita inesperada, asintió en silencio y se sentó frente a él. El corazón le latía a toda prisa, como si intuyera que algo importante estaba a punto de revelarse.
» Durante la entrevista —continuó Iván, inclinando apenas la cabeza— hice las mismas preguntas a varias candidatas. Todas fueron observadas de la misma manera.
Ella tragó saliva, intentando parecer tranquila.
—Lo recuerdo —murmuró, evitando que la voz le temblara.
Los ojos verdes de Iván se entrecerraron, analizándola, como si todavía estuviera midiendo cada respuesta, cada gesto.
—La diferencia —añadió lentamente— es que de todas, usted fue la única que pasó la prueba.
El corazón de Nicolle dio un vuelco. Por un instante se permitió sonreír, pensando que aquello significaba que había conseguido el trabajo.
—¿Quiere decir… que voy a ser su nueva secretaria?
El silencio que siguió fue insoportable. Iván se recargó hacia adelante, apoyando los codos sobre las rodillas, entrelazó las manos y la observó con esa intensidad que lo volvía imposible de descifrar.
—No —respondió al fin, sin titubeos.
Nicolle frunció el ceño, incrédula.
—¿Entonces?
Él sostuvo su mirada sin apartarse ni un segundo, con la calma implacable de quien dicta una sentencia:
—Fue seleccionada para ser mi esposa.