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La mañana era tibia, cargada de una humedad serena que olía a tierra mojada y pan recién horneado. En la plaza del barrio, donde los árboles aún susurraban historias antiguas con sus ramas al viento, Doña Ana organizaba una jornada comunitaria para los niños más vulnerables del vecindario. No era nada ostentoso: mantas extendidas sobre el césped, pinturas, cuentos y una caja de juguetes reciclados con historias más largas que sus años de uso.

Julia llegó sin avisar, con el alma hecha trizas pero los ojos serenos. Doña Ana, que sabía más de lo que decía, la abrazó en silencio, sin preguntarle nada. A su lado, Marcelito —más alto, con esa delgadez dulce de los niños que han conocido el abandono y aún así conservan la ternura— repartía colores a los pequeños con autoridad de maestro y la bondad de un hermano mayor.

—Ese es mi escudero —dijo Doña Ana con una sonrisa torcida—. Desde que llegó, no me deja sola ni de día ni de noche. A veces siento que es él quien me cuida a mí.

Julia la esc
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