La luz del amanecer apenas rozaba los techos corroídos del barrio cuando los gritos rompieron la quietud.
Una vecina fue la primera en llegar. Se llevó las manos a la boca.
Los ojos, dos platos congelados.
Los pies, paralizados por el horror.
Camila estaba colgada de los brazos, atada como un animal de carnicería.
El pequeño patio trasero de su casa era ahora una escena sacada de una pesadilla.
El cuerpo de la muchacha, abierto como si lo hubiesen diseccionado en venganza, no en autopsia.
La piel marcada con símbolos que solo los que conocían los códigos de la red sabían interpretar: «Por cada paso de sombra, habrá una muerte de luz».
Nadie dijo una palabra en el vecindario.
Todos sabían de quién era hermana Camila.
Todos sabían que era una advertencia.
Pablo leyó el mensaje encriptado en su teléfono satelital. Solo decía dos palabras:
“La colibrí cayó.”
El grito que soltó no fue humano. Fue un lamento ancestral.
Una herida que se abría en tiempo real, sin anestesia.
Camila.
Su Camil