La lluvia caía como cuchillas sobre el techo de zinc del viejo taller donde Pablo se escondía. Joaquín lo había llevado allí, no por seguridad, sino por estrategia. «Los lugares más obvios son los que nadie busca», le había dicho. Y esa frase se le repetía a Pablo como un eco entre pesadillas.
Esa madrugada no dormía. No porque no quisiera. Porque no podía.
Tenía abiertos sobre la mesa una docena de archivos impresos, papeles con nombres tachados, fechas cruzadas en rojo, movimientos bancarios anómalos, rutas de vuelos privados. Una pizarra llena de fotografías clavadas con chinches, donde los rostros de Tatiana, Andrey, y dos hombres desconocidos se conectaban por líneas rojas dibujadas con rabia.
El mapa estaba casi completo.
—Estás cerca, Pablo —le susurró Joaquín, entrando con dos cafés negros como la muerte—. Pero cuando los fantasmas se sienten observados, se vuelven más peligrosos.
Pablo no contestó. Solo miró hacia la fotografía de un hombre calvo, con lentes oscuros y sonrisa