—¡Ya basta, no presumas tu “gran inteligencia”! —gritó Marina.
— ¿Entonces eso significa que aceptas? —preguntó Ricardo, con esperanza.
Ella miró por la ventana, dudando.
— No soy yo la que puede decidir...
Ricardo no insistió más. Le dio espacio para que ella tomara su decisión.
Marina no paraba de golpear su muslo con los dedos.
— ¿Estás seguro de que César no va a enterar?
— Seguro —asintió él.
— Llámame mañana, entonces.
— Bueno, como digas.
Dicho esto, Marina se bajó del auto.
Con la cara seria, caminó de vuelta a casa. Apenas abrió la puerta, se topó con Perla en la sala, tomando agua.
— ¿Hermana? —exclamó sorprendida.
Se asustó de nuevo, como si hubiera visto un fantasma.
Perla miró su vaso con calma y dijo:
— Tenía sed. Bajé a tomar un poco de agua.
— ¿Y tú...? —Perla la observó con curiosidad.
— ¿Encontraste lo que fuiste a buscar?
— Sí… sí, ya lo tengo —asintió Marina, tratando de parecer tranquila.
Estaba a punto de huir escaleras arriba, pero Perla la detuvo otra vez.
— Per