Alba
La velada se alarga, pero ya no tiene la misma textura. Las risas me parecen forzadas, las copas de champán se vacían más rápido de lo habitual, y las miradas que los invitados se lanzan a través de la sala aún llevan las marcas de ese duelo silencioso al que han asistido.
Sonrío, asiento con la cabeza, juego mi papel de anfitriona. Pero en el fondo, solo pienso en una cosa: alejarme de esta escena, recuperar el aire, huir de las miradas ávidas que intentan adivinar las grietas detrás de nuestras fachadas.
Sandro, por su parte, muestra una serenidad glacial. Habla poco, se limita a saludar con un gesto, a estrechar una mano, a responder con una palabra breve. Sin embargo, todos guardan silencio en cuanto abre la boca. Siento que saborea ese poder silencioso.
En varias ocasiones, cruzo los ojos de Giulia. Siempre el mismo destello ardiente, insolente, casi juguetón. Ella ríe de nuevo, como si nada pudiera afectarla. Pero detrás de esa risa, percibo una tensión febril: no solo ha b