El sol colgaba alto sobre el campo cuando terminaron de almorzar. Los platos vacíos, el pan desmigado y la copa de vino a medio beber hablaban de una tregua, una paz sutil que aún no se atrevía a nombrarse.
Francesco se estiró perezosamente, mirándola desde el otro lado de la mesa.
—¿Vamos a caminar? —preguntó con ese tono suyo, entre reto y caricia—. Necesito bajar esta comida… y tú necesitas aire fresco para dejar de fruncir el ceño.
Isabella alzó una ceja, pero la sonrisa le asomó antes de poder evitarlo.
—Mejor caminemos antes de que empiece a llover —respondió.
—No lloverá, mira el sol. Es imposible que llueva este día.
Isabella entrecerró los ojos y dijo:
—Sí, claro, señor "todo lo sé".
Salieron por el sendero que bordeaba la cabaña. El paisaje se extendía como un tapiz bordado en verdes, dorados y ocres. Caminaron sin hablar demasiado, solo escuchando sus pasos, el canto lejano de las cigarras y el murmullo de las hojas mecidas por el viento. El sol descendía lentamente, cubrié