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Bailando hasta el amanecer
Bailando hasta el amanecer
Por: Luam Barcello
Capítulo 1: Al compás de lo desconocido

El aire olía a sal, a jazmín fresco y a promesas que se deshacían al ritmo del viento marino.

Isabel descendió lentamente del taxi, sus sandalias crujieron contra la gravilla del camino. Frente a ella, una villa encalada se alzaba sobre la ladera, coronada por buganvilias fucsias que trepaban por las paredes como fuego. La música llegaba desde las terrazas abiertas: una mezcla de percusión suave y cuerdas griegas que invitaban a quedarse, a moverse, a olvidar.

Suspiró, tragándose el nudo que se le formaba cada vez que cambiaba de ciudad. Pero esta vez no era una mudanza más. Esta vez estaba huyendo.

—¿Está segura que no quiere que la espere? —preguntó el taxista, un hombre de edad incierta y sonrisa amable.

—Estoy segura —respondió en inglés, con un acento que no intentó disimular—. Gracias.

Cruzó el portón de hierro forjado y subió los peldaños de piedra que llevaban a la terraza principal. El sol se había ocultado hacía poco, dejando un cielo lavanda que se fundía con el azul profundo del mar Egeo. Las luces cálidas de los faroles colgaban entre columnas y pérgolas, y la fiesta ya hervía: cuerpos que danzaban descalzos, copas que tintineaban, risas que cortaban el aire como cristales.

Lía, su amiga griega del conservatorio de danza, apareció entre la multitud como una visión bohemia: vestido blanco largo, labios rojos, risa escandalosa.

—¡Isa! ¡Por fin! —gritó antes de abrazarla con fuerza—. Estás más guapa que nunca, cabrona.

—Estás borracha —respondió Isabel, sonriendo.

—Un poco. Pero feliz. ¡Mira esto! ¿No es una jodida postal?

—Lo es.

Y lo era. El mar brillaba aún con los últimos reflejos del crepúsculo. Más allá, pequeñas barcas se balanceaban perezosamente en el muelle. Todo parecía demasiado perfecto para ser real.

Lía le colocó una copa de vino rosado en la mano y la arrastró entre grupos de gente: locales, extranjeros, artistas, músicos. Todo el mundo parecía flotar en un limbo de belleza y desenfado.

—¿Y ese vestido rojo? —preguntó Lía, deteniéndose un momento para mirarla de pies a cabeza.

—Lo encontré en Florencia antes de irme. Nunca lo usé.

—Pues te queda como una maldita diosa.

Isabel se encogió de hombros. El vestido era de tela liviana, cruzado al frente, con una abertura lateral que acariciaba su muslo al caminar. Era la clase de prenda que usaba cuando aún se sentía viva.

—Ven, quiero que conozcas a alguien —dijo Lía, tomándola de la mano.

La llevó por un corredor de piedra cubierto de enredaderas. Al fondo, en una terraza más discreta, había una mesa baja rodeada de cojines. Un grupo pequeño hablaba en griego, pero uno de ellos la miró de inmediato.

Él.

Ojos oscuros, cabello recogido en una coleta baja, barba de días. Vestía una camisa blanca desabotonada hasta el pecho, y pantalones de lino. No se levantó. No dijo nada. Solo la observó como si ya la conociera.

Isabel sintió un cosquilleo entre las costillas.

—Theo —dijo Lía, sonriendo con una picardía que Isa ya le conocía—, esta es Isabel, mi amiga española. Acaba de llegar a Naxos. Isabel, él es Theo Anastasios, el dueño de esta casa… y de la taberna donde vamos a cenar mañana.

Theo asintió, sin apartar la vista de ella.

—Bienvenida —dijo, su voz grave, en un inglés con acento marcado.

—Gracias —respondió Isabel, sintiendo que el suelo se movía bajo sus pies.

Hubo un segundo, uno solo, en el que nadie más existió. Luego, alguien estalló en carcajadas a unos metros, y la burbuja se rompió.

—¿Quieres sentarte? —preguntó Theo, haciéndose a un lado.

Isabel se acomodó a su lado, con el vino aún en la mano. El roce de su pierna contra la suya fue accidental, pero ninguno de los dos se movió. Había algo eléctrico en la noche, algo tibio que se deslizaba por su piel expuesta, mezclado con la música, con su respiración.

—¿Es cierto que bailas? —preguntó él, sin mirarla, como si la pregunta no requiriera respuesta.

—Lo hacía.

—¿Y ahora?

—Ahora… no lo sé.

Theo giró ligeramente el rostro. Sus ojos eran como el mar profundo cuando hay tormenta.

—Aquí, la gente no olvida cómo moverse. Solo necesita que alguien le recuerde la música.

Isabel tragó saliva. Le dio un sorbo al vino para no decir algo estúpido. Pero algo dentro de ella se estremeció. Llevaba tanto tiempo con el cuerpo en pausa, congelado en el recuerdo de una traición. Y de repente, esa frase… esa mirada…

La música cambió. Una melodía más lenta, más grave, con tambores sutiles. Desde el centro de la terraza, alguien gritó:

—¡Baila, Lía!

Y ella, siempre dispuesta, se levantó con una risa rota y comenzó a girar sobre sí misma, descalza, como si el mundo le perteneciera.

—¿Quieres bailar? —preguntó Theo, sin moverse, como si la respuesta ya estuviera escrita en la piel de ella.

Isabel no respondió.

Pero se levantó.

Y le tendió la mano.

Isabel extendió su mano con cierta vacilación. No estaba segura de qué la impulsaba a hacerlo. Tal vez el vino, tal vez la música, tal vez esa mirada oscura que parecía desnudarla sin tocarla.

Theo la tomó con firmeza, sin prisas, sin palabras.

La condujo hacia el espacio abierto en la terraza, donde algunos cuerpos danzaban aún, pero ahora con movimientos más lentos, casi rituales. No era una coreografía. Era algo más primitivo. Más íntimo.

Isabel sintió cómo sus pies, al principio tímidos sobre las baldosas, iban cediendo al ritmo que marcaba el tambor lejano. La brisa fresca del mar le acariciaba la nuca; su vestido ondeaba alrededor de sus piernas como una segunda piel viva.

Theo no la guió como un bailarín experto. No imponía el paso. Solo estaba ahí, frente a ella, siguiendo su energía, respirando con ella. Las yemas de sus dedos apenas rozaban su muñeca. Un toque leve, pero suficiente para hacerla consciente de cada parte de su cuerpo.

—Tienes buen oído —murmuró él, con un deje de asombro.

—Tengo memoria muscular —respondió ella, esbozando una sonrisa.

—¿Fuiste bailarina?

—Durante muchos años.

—¿Por qué dejaste de bailar?

—Porque la danza no se puede fingir —dijo Isabel, bajando la mirada.

Theo asintió. No preguntó más. Y ese silencio, esa aceptación sin juicio, le supo a caricia.

Giraron juntos una vez, despacio, sin reglas. Solo respiración y espacio compartido. El mundo parecía reducirse a ese rincón de mármol y salitre. A esa canción que nadie conocía pero todos sentían en los huesos. A la forma en que él la miraba, no como quien desea poseer, sino como quien contempla un fuego al borde de volverse llama.

—La mayoría baila para ser visto —dijo él en voz baja, acercándose apenas.

—¿Y tú?

—Yo bailo para escuchar lo que el cuerpo no se atreve a decir.

Isabel se detuvo un instante. Sus ojos buscaron los suyos. Había algo en esas palabras que la estremecía. Porque ella sabía exactamente lo que su cuerpo intentaba callar.

La música continuó, envolviéndolos.

Theo deslizó su mano por su espalda baja, apenas un roce, y volvió a separarse. No era un gesto sexual. Era una invitación. Una provocación. Un "te veo", pero sin prisas. Como si supiera que no debía empujarla, sino esperarla.

Y eso, de alguna manera, la desarmó.

—¿Te quedarás mucho tiempo en la isla? —preguntó él, con la voz un poco más grave.

—No lo he decidido.

—Espero que sí. Aquí las decisiones importantes se toman al amanecer.

—¿Por qué al amanecer?

—Porque es cuando los cuerpos están exhaustos y la mente ya no sabe mentir.

La canción fue decayendo, como una ola que se retira. A su alrededor, los otros volvieron a sus conversaciones, a sus copas, a sus risas.

Pero ella y Theo seguían ahí. De pie. Uno frente al otro. Como si aún bailaran, aunque ya no sonara música alguna.

—Gracias —dijo Isabel, sin saber bien por qué.

—No me has dicho por qué viniste a Naxos —dijo él.

Ella dudó. Su mirada se desvió hacia el mar. Las luces de los barcos titilaban como secretos guardados bajo llave.

—Tal vez te lo cuente… cuando llegue el amanecer.

Él asintió. Y por primera vez, sonrió.

No fue una sonrisa grande. Fue apenas un gesto. Pero Isabel lo sintió en la piel.

Y supo que había entrado en un juego del que aún no entendía las reglas.

Pero ya estaba bailando.

Después del baile, Isabel regresó sola caminando por las callecitas empedradas. La brisa olía a buganvilias y a tabaco dulce, a esa mezcla indescifrable que solo las islas parecen saber destilar de la noche.

El pequeño hotel donde se alojaba era una casa blanca con postigos azules, apartada del bullicio del puerto. Tenía apenas seis habitaciones, un patio interior con un limonero, y una escalera de piedra que crujía bajo cada paso.

Subió descalza, con los tacones en la mano. Sentía los pies calientes, pero el cuerpo liviano.

Pensaba en Theo.

En su voz baja, en cómo se movía como si conociera los secretos del ritmo y del silencio. Pensaba en su última mirada antes de despedirse: no de conquista, sino de advertencia.

Como si supiera algo que ella aún no.

Entró en su habitación y dejó que el vestido cayera al suelo. No encendió la luz. Solo se deslizó hacia la ventana, desde donde se veía el mar convertido en una plancha negra de luna.

Fue entonces cuando lo escuchó.

Un ruido seco. Leve. Como un golpeteo.

Provenía del otro lado del pasillo.

Frunció el ceño.

Sabía que la habitación contigua estaba vacía. El dueño del hotel —un hombre de barba espesa y modales suaves— le había dicho esa misma tarde que no recibirían a más huéspedes hasta el fin de semana.

El sonido volvió. Esta vez un leve chirrido, como si algo —¿una silla?, ¿una puerta?— se moviera en la oscuridad.

Isabel salió al pasillo con la respiración contenida. El suelo frío bajo los pies. La madera de la puerta de al lado estaba envejecida, pero el picaporte brillaba nuevo. Alguien lo había cambiado recientemente.

Golpeó suavemente. Una vez. Dos.

Nada.

A punto estuvo de regresar a su cuarto cuando algo la detuvo: un susurro. Apenas audible. Como si alguien dijera su nombre. O pensara en voz alta.

«Isabel...»

Se le erizó la piel.

Volvió a mirar la puerta. No había luz bajo la rendija. Solo sombra. Solo silencio.

Se acercó, pegó la oreja. Nada.

Pero al alejarse, notó algo en el suelo: una pequeña flor aplastada. Una gardenia, fresca aún. Como si la hubieran dejado caer unos minutos antes.

Isabel la recogió, sintiendo el perfume penetrante, casi embriagador.

La llevó de vuelta a su cuarto, cerró con llave y apoyó la flor sobre la mesita. Intentó convencerse de que había sido una ilusión. El viento. Su imaginación. El eco de alguna conversación lejana.

Pero mientras se acurrucaba en la cama, no podía dejar de mirar la gardenia.

Y sentir que, aunque no sabía por qué... algo en esa isla la había estado esperando.

El reloj marcaba las dos de la madrugada.

Isabel se revolvía entre las sábanas. La brisa que entraba por la ventana era fresca, pero no lograba apagar el calor que parecía arderle en la piel. Como si aún tuviera las manos de Theo sobre la espalda. Como si el baile no hubiera terminado nunca.

La gardenia seguía ahí, sobre la mesita de noche, pálida y perfumada, como un susurro vegetal.

Cerró los ojos. Inspiró profundo.

Y entonces lo volvió a oír.

Un sonido bajo, húmedo. Como si algo se arrastrara lentamente por el pasillo. No eran pasos. Era un roce, un deslizarse. Isabel se incorporó en la cama, el corazón latiéndole fuerte, aunque no por miedo.

Era otra cosa. Una vibración interna. Una certeza inexplicable.

Se puso de pie sin pensarlo, se envolvió en una bata ligera y salió al pasillo, descalza. La luz era escasa, pero suficiente para delinear la silueta de las puertas cerradas. Y allí estaba: la habitación contigua, con la puerta apenas entornada.

Antes, estaba cerrada con llave.

Isabel tragó saliva. Avanzó. Empujó la puerta con la yema de los dedos.

Un crujido suave.

El interior era simple: cama deshecha, un ventanal abierto, cortinas agitándose al ritmo del viento nocturno. El aire olía a madera vieja y a algo más... algo parecido al almizcle, o al cuerpo caliente tras el sudor. Un perfume masculino.

Avanzó unos pasos, sintiendo que estaba invadiendo un espacio que no era suyo.

Sobre la mesita, una copa de vino medio vacía. Una vela consumida. Y un cuaderno abierto.

Las páginas estaban en blanco… excepto por una frase escrita con tinta negra:

“El cuerpo siempre recuerda antes que la mente.”

Isabel sintió un escalofrío. Había algo familiar en esa frase. No las palabras exactas… pero sí la sensación.

Entonces, escuchó una exhalación.

Se giró de golpe.

Theo estaba en el marco de la puerta.

Descalzo. Camisa blanca arrugada. Cabello revuelto. Como si el tiempo se hubiera detenido desde el baile, como si nunca se hubiera ido del todo.

No dijo nada. Solo la miró.

—¿Qué haces aquí? —preguntó ella, con voz ronca.

—Vine a buscar algo que dejé olvidado —respondió él, con esa cadencia lenta, como si eligiera cada palabra con cuidado.

—¿Y qué es?

—Tú.

La frase no fue una declaración. Ni siquiera una seducción. Fue una verdad dicha en voz baja. Como quien confiesa un sueño recurrente.

Isabel no se movió. No retrocedió.

Theo avanzó un paso. Luego otro. Sin tocarla aún. Solo acercándose lo suficiente para que ella pudiera olerlo: piel, sal, vino tinto.

—No entiendo lo que está pasando —murmuró ella.

—Tampoco yo. Pero lo he sentido desde la primera vez que te vi.

—¿Dónde?

—No aquí.

Theo levantó la mano y la colocó sobre el marco de la puerta, a centímetros de su rostro.

—En un lugar que ya no existe.

El viento se coló por el ventanal, y la vela titiló. Isabel sintió que el mundo giraba de un modo extraño. Que el tiempo se estiraba, se comprimía. Como si lo que vivían no ocurriera en presente, sino en un eco.

—¿Estás jugando conmigo? —susurró.

Theo se acercó apenas más. Su nariz rozó su frente.

—¿Tú crees que esto es un juego?

Los labios de él no llegaron a tocarla. Pero su aliento, cálido, húmedo, le rozó la mejilla.

Y entonces, sin previo aviso, la puerta detrás de ellos se cerró de golpe.

Isabel giró, sorprendida.

Pero cuando volvió la vista hacia Theo… ya no estaba.

La habitación estaba vacía.

Solo la frase en el cuaderno. Y la gardenia… ahora sobre la almohada.

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