La luz del amanecer entraba en la habitación como una caricia lenta, desdibujando las sombras sin apurarse. Isabel abrió los ojos sin sobresalto. Por primera vez en mucho tiempo, no sentía el peso de la urgencia al despertar. El silencio era completo, pero no inquietante.
A su lado, Theo dormía. Su respiración era profunda y rítmica, pero en un momento, murmuró algo apenas audible y giró levemente, como si el sueño lo empujara suavemente hacia un recuerdo. Su mano se desplazó hacia el centro de la cama, buscando sin insistencia, antes de quedar en reposo. Isabel lo observó un segundo, sin juicio. Era un gesto tierno, inconsciente. Pero no era una llamada.
No para ella. No esta mañana.
Se incorporó con cuidado y se sentó en el borde de la cama. El colgante colgaba sobre su pecho, cálido todavía, como si el sueño también lo hubiera acariciado. El sobre seguía donde lo había dejado, sobre la mesita de noche, intacto. Lo miró fugazmente. Una punzada leve —curiosidad, sí, pero también algo