Isabel regresó de la playa con los pies mojados y el cuerpo tibio por dentro, como si algo se hubiera encendido silenciosamente bajo su piel. No tenía frío. No tenía miedo. Tenía una certeza extraña, como si su respiración ahora respondiera a otro ritmo, uno más antiguo que ella misma.
La palabra en la arena —“Recuerda”— ya se había borrado, pero permanecía escrita en otro lugar, más profundo: en el pecho, en la nuca, detrás de los párpados cuando cerraba los ojos.
Subió las escaleras del hotel sin cruzarse con nadie. Todo parecía suspendido, como si el tiempo la dejara moverse sola por unas horas.
Entró a su habitación y no encendió la luz. Dejó que la penumbra se instalara, tibia, como un recuerdo que se acomoda. Se sentó en el borde de la cama, descalza. El colgante estaba donde lo había dej