La mañana llegó sin ruido. Isabel despertó con una sensación de desplazamiento, como si el cuerpo aún flotara fuera de ella. El cuarto estaba bañado por una luz grisácea, filtrada a través de las cortinas que ondulaban con el viento del mar. El silencio era tan profundo que podía escuchar su respiración, lenta, pesada, y el latido insistente en la base de su garganta.
El aire olía a humedad, a lino dormido, a incertidumbre. La sábana estaba fría y pegada a su piel, húmeda por el sudor de un sueño que ya no recordaba, pero que le había dejado la espalda tensa y la mandíbula apretada.
La noche anterior había despertado sobresaltada, con la imagen fugaz de una mujer que ardía sin gritar, los brazos extendidos como en una danza final. No sabía si había sido un sueño o un recuerdo. Pero aún sentía el olor a h