El silencio del auto se sintió más pesado que el tráfico de Milán. Afuera, la ciudad seguía su ritmo frenético, pero dentro de mí solo reinaba una mezcla de rabia y confusión.
Cuando llegué a casa, dejé la cartera sobre la consola de mármol y me quité los tacones antes de subir las escaleras. Quería desaparecer, dormir por una semana o fingir que aquel encuentro no había existido.
Pero no pasaron ni diez segundos antes de escuchar la voz de mamá.
—Aurora, cariño, ven al comedor.
Respiré hondo.
Perfecto. Justo lo que necesitaba.
Al entrar, los tres ya estaban allí. Papá revisando unos papeles, Adrián con los codos sobre la mesa y mamá degustando un té con su eterna serenidad.
—Entonces —empezó papá sin levantar la vista—, ¿cómo te fue?
Me senté frente a ellos, intentando mantener la compostura.
—Bien —dije, con una sonrisa forzada—. Si ignoramos el hecho de que su CEO es un maldito arrogante.
Adrián soltó una carcajada.
—Te lo dije. ¿Cuánto te tardaste en notarlo?
—Exactamente tres minutos —respondí, sirviéndome agua—. En cuanto abrió la boca.
Mamá suspiró, pero no se veía sorprendida.
—Máximo La Torre puede parecer difícil, pero es un hombre con visión.
—No, mamá. Es un hombre con un ego tan grande que necesita su propio código postal.
Papá levantó una ceja, intentando ocultar una sonrisa.
—Lo importante es que trabajes con profesionalismo. Que no permitas que te provoque.
—No lo hará —aseguré, aunque ni yo lo creía del todo.
Esa mirada suya todavía me ardía en la mente, como una llama imposible de apagar.
El resto del día lo pasé encerrada en mi habitación. Me quité el vestido rojo, me puse una bata de seda y me tiré sobre la cama. Las cortinas filtraban la luz dorada de la tarde, y todo estaba tan en silencio que podía oír mi respiración.
No debería dejar que me afectara tanto.
Era solo un hombre. Un jefe arrogante más.
Cerré los ojos y traté de pensar en cualquier otra cosa: mis planos, el nuevo diseño, el almuerzo del día siguiente.
Nada funcionó.
Al anochecer, el sonido de unos golpes suaves en la puerta me sacó de mis pensamientos.
—¿Puedo pasar? —la voz de mamá, dulce pero firme.
—Sí —murmuré, incorporándome.
Entró con una sonrisa que conocía demasiado bien. La de cuando venía con “buenas noticias” que nunca lo eran realmente.
—Esta noche habrá una cena en casa —anunció—. Vendrán algunos socios… y la familia La Torre.
Me quedé en silencio unos segundos.
—¿Estás hablando en serio?
—Completamente. Es una reunión formal, cariño. Debes estar lista a las ocho.
—¿Y qué papel represento exactamente? ¿La víctima o la diplomática?
—La perfecta hija de la familia Kazra —respondió, inclinando la cabeza—. Y, por favor, sin sarcasmos esta vez.
Cuando se fue, suspiré tan fuerte que sentí el pecho arder.
Otra vez él.
Abrí el armario buscando algo que no gritara provocación, pero que tampoco pasara desapercibido. Terminé eligiendo un vestido de satín color perla, con tirantes finos y una caída suave que delineaba mis curvas sin excesos. El escote era elegante, y la tela, tan ligera, parecía flotar con cada movimiento.
Recogí mi cabello en una coleta alta, dejando caer la melena oscura hasta mis glúteos. Me puse unos pendientes pequeños, un perfume sutil, y tacones color champagne.
En el espejo, la mujer que me devolvía la mirada no parecía nerviosa.
Pero lo estaba.
Cuando bajé al salón principal, ya había varios invitados conversando entre copas de vino. Todo olía a flores blancas, a madera pulida y a poder. Los camareros servían bandejas de aperitivos mientras la música clásica llenaba el ambiente.
—Aurora, ven —me llamó mamá, acercándome a un grupo.
Reconocí al señor y la señora La Torre de las fotografías de las revistas empresariales. Ella, elegante, con una sonrisa encantadora; él, un hombre de presencia imponente, traje oscuro y mirada analítica.
—Es un placer finalmente conocerla, querida —dijo la señora La Torre, estrechando mi mano—. Caterina me ha hablado maravillas de ti.
—El placer es mío —respondí con una sonrisa educada.
Y justo cuando creí que todo sería soportable, una voz femenina, cálida y alegre, se unió a la conversación.
—¡Mamma! ¿Esa es Aurora?
Una joven de cabello castaño claro y sonrisa luminosa se acercó.
—Soy Caterina, la hermana de Máximo —dijo, abrazándome con una energía que contrastaba con el resto del ambiente—. ¡Por fin te conozco!
Su dulzura fue desarmante.
—El gusto es mío, Caterina.
Nos sentamos juntas en la mesa, riendo entre murmullos mientras los adultos discutían sobre estrategias financieras. Ella era lo opuesto a su hermano: amable, divertida, encantadora.
—Perdón si te incomodó Máximo hoy —susurró de repente, inclinándose hacia mí—. Tiene la delicadeza de un toro, pero en el fondo no es tan terrible.
Solté una risa suave.
—Te creo… aunque apenas sobreviví a su primera frase.
—Lo imagino —respondió ella entre risas—. Pero, si te sirve de consuelo, eres la primera persona que logra enfrentársele sin temblar.
—¿Y él siempre es así?
—Peor —dijo, riendo más fuerte—. Pero no le digas que te lo dije.
La conversación se volvió ligera. Por un momento olvidé que estaba rodeada de empresarios calculadores. Hasta que escuché una voz detrás de mí.
Profunda. Fría. Reconocible.
—Veo que te adaptas rápido, señorita Kazra.
Me giré despacio.
Ahí estaba. Máximo La Torre, traje negro, mirada indescifrable, y esa presencia dominante que parecía llenar el espacio.
—Solo hago mi trabajo —respondí, intentando mantener el mismo tono neutral.
Alessia se levantó enseguida, adivinando la tensión.
—Voy a buscar otra copa —dijo con una sonrisa—. No peleen, ¿sí?
Cuando se fue, el aire pareció volverse más denso.
Máximo se acercó un paso.
—Bonito vestido. Aunque no creo que sea apropiado para una reunión de negocios.
—Tranquilo, no he venido a hacer planos esta noche —contesté sin mirarlo.
—Eso espero —dijo, inclinándose apenas—. Sería una pena distraer a los socios.
Giré el rostro hacia él, fulminándolo con la mirada.
—Deberías aprender a no confundir elegancia con provocación.
—Y tú —replicó, con una sonrisa mínima—, a no confundir cortesía con interés.
Antes de que pudiera responderle, una mano firme me tomó del brazo.
—¿Todo bien aquí? —La voz de Adrián cortó el momento.
Máximo lo miró con una calma peligrosa.
—Perfectamente. Solo conversábamos.
—Perfecto —dijo mi hermano con sarcasmo—, entonces te robo a mi hermana un momento.
Me tomó de la mano y me llevó lejos de la mesa. Sentí las miradas siguiéndonos, especialmente la de él.
—¿Qué te pasa? —le pregunté en voz baja.
—Nada —respondió Adrián, aunque su mandíbula apretada decía lo contrario—. Solo no quiero que tengas que soportar a ese imbécil.
—Puedo manejarlo —murmuré, aunque mi corazón latía con fuerza.
Adrián me miró serio.
—Aurora… solo ten cuidado con él. No todo lo que parece poder, lo es.
Asentí sin entender del todo, mientras el sonido de la música clásica se mezclaba con el sabor amargo del vino en mis labios.
Y, sin saber por qué, sentí una vez más que esa advertencia…
llegaba demasiado tarde.