Capítulo 03

El espejo del ascensor reflejaba mi silueta de arriba abajo. El vestido rojo abrazaba mi cuerpo como si hubiese sido diseñado exclusivamente para mí; la tela satinada caía con un brillo discreto bajo la luz blanca. Las mangas largas contrastaban con la espalda completamente descubierta, y cada movimiento dejaba un leve perfume a jazmín en el aire. Mis tacones de aguja marcaban un compás seguro sobre el mármol del vestíbulo, aunque por dentro… no me sentía tan segura.

Era mi primer día oficial como arquitecta asociada en el proyecto Kazra–La Torre.

El inicio de una nueva etapa.

O, al menos, eso quería creer.

La recepción del edificio La Torre Group imponía respeto: mármol negro, columnas altas, cuadros modernos y un silencio que se sentía caro. Me acerqué al mostrador con una sonrisa profesional.

—Buenos días, soy Aurora Kazra. Tengo una reunión con el señor La Torre.

La recepcionista —una mujer rubia, pulcra y amable— me devolvió una sonrisa automática.

—Por supuesto, señorita Kazra. El presidente la espera. Piso treinta y ocho.

Su tono fue cordial, pero noté el leve temblor en sus manos cuando marcó el número en el teléfono. Todos parecían moverse con una mezcla de precisión y miedo, como si aquel lugar respirara bajo las reglas de alguien implacable.

El ascensor subió rápido, silencioso. Pude ver mi reflejo otra vez: labios rojos, ojos delineados, expresión serena. Pero mi estómago se revolvía de una forma inexplicable, como si algo dentro de mí supiera que estaba a punto de cruzar una línea invisible.

Cuando las puertas se abrieron, una asistente vestida de negro me recibió con una sonrisa ensayada.

—Por aquí, señorita Kazra.

El pasillo era amplio, decorado con tonos oscuros y un estilo minimalista, elegante y masculino. Las paredes estaban cubiertas con fotografías en blanco y negro de edificios icónicos. Y en el extremo, una puerta doble de cristal daba paso a la sala de juntas.

Al entrar, el murmullo de conversaciones se detuvo.

Decenas de ojos se giraron hacia mí.

—Aurora Kazra —anunció la asistente con voz firme.

Me limité a sonreír cortésmente. Algunos de los socios se levantaron para saludarme. La mayoría hombres de traje, relojes caros, miradas que medían cada detalle. Saludé uno por uno, repitiendo nombres que seguramente olvidaría en cuestión de minutos.

Y entonces lo vi.

Sentado al extremo de la mesa, con la luz del ventanal cayendo sobre su rostro, estaba él.

El hombre del traje oscuro.

Cabello negro, perfectamente peinado hacia atrás. Mandíbula firme, mirada intensa, cejas oscuras y una expresión tan fría que helaba el aire.

Sus ojos —de un color ambarino casi imposible— me recorrieron despacio, con esa insolencia que solo los hombres acostumbrados al poder poseen.

No lo conocía. No recordaba haberlo visto antes.

Pero mi cuerpo reaccionó antes que mi mente: un ligero temblor en las manos, un nudo en la garganta, el corazón acelerado sin razón aparente.

Él no dijo nada, solo mantuvo la mirada fija en mí, como si estuviera evaluándome… o reconociéndome.

Me senté en el lugar que me habían indicado, frente a él. Su perfume, amaderado y oscuro, me envolvió como una advertencia.

La reunión comenzó. El sonido de las voces, los informes, las cifras… todo se mezclaba en un murmullo lejano mientras intentaba concentrarme.

—El proyecto se dividirá en tres fases —dijo uno de los directivos—. Kazra Design se encargará del área creativa y de diseño arquitectónico, mientras La Torre Group liderará la parte financiera y estructural.

Asentí, tomando notas, fingiendo normalidad.

—La coordinación general estará a cargo del señor La Torre y la señorita Kazra —añadió el mismo hombre.

Ahí fue cuando él habló por primera vez.

—Perfecto —dijo, con voz grave, profunda, y un tono que destilaba arrogancia—. Espero que la señorita Kazra esté a la altura del nombre que lleva.

Sentí cómo mi mandíbula se tensaba.

—Estoy segura de que no la decepcionaré —respondí con la calma más fría que pude reunir.

Él sonrió de lado, con un gesto tan provocador que rozaba lo ofensivo.

—Eso lo veremos.

El resto de los presentes rieron levemente, más por nervios que por diversión. Yo crucé las piernas y lo miré directamente.

—Y yo espero que el señor La Torre tenga la cortesía suficiente para respetar las decisiones creativas.

El silencio que siguió fue espeso.

Él alzó una ceja, sin apartar la mirada.

—Soy un hombre práctico, señorita Kazra. No trabajo con caprichos, sino con resultados.

—Y yo —repliqué, apoyando las manos sobre la mesa—, con precisión.

Una chispa invisible se encendió entre nosotros. No era simple tensión profesional; era algo más primitivo, un pulso eléctrico que no entendía.

Los demás parecían contener el aliento, como si presenciaran un duelo silencioso.

Él fue el primero en apartar la mirada, cerrando la carpeta de documentos.

—En ese caso —dijo con voz seca—, trabajaremos juntos. Pero recuerde que en esta empresa las emociones no tienen cabida.

—Tranquilo —contesté con una sonrisa cortante—, no acostumbro a mezclar mis emociones con el trabajo.

El modo en que sus ojos me recorrieron otra vez hizo que sintiera un escalofrío recorrerme la espalda descubierta.

Sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Cuando la reunión terminó, todos comenzaron a levantarse, intercambiando saludos y apretones de manos. Yo recogí mis documentos con la intención de irme lo antes posible.

Pero antes de llegar a la puerta, su voz me alcanzó.

—Señorita Kazra.

Me giré despacio. Él seguía de pie, con una mano en el bolsillo del pantalón y la otra sosteniendo una taza de café. Su porte era dominante, demasiado seguro.

—Un consejo —dijo, con una sonrisa que no llegaba a los ojos—: en este mundo, la elegancia no basta.

—Tampoco la soberbia —repliqué sin pensarlo.

Su sonrisa se amplió apenas, peligrosa.

—Entonces veremos cuál de las dos pesa más.

Salí sin responder. Sentí su mirada siguiéndome hasta el ascensor.

Cuando las puertas se cerraron, solté el aire que había estado conteniendo.

No entendía por qué me había afectado tanto.

Era solo un hombre arrogante más. Un jefe difícil, un socio complicado.

Nada más.

Pero mientras bajaba los pisos uno tras otro, la imagen de sus ojos —oscuros, intensos, casi familiares— no dejaba mi mente.

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