El silencio de la habitación era tan denso que Elena podía escuchar el latido de su propio corazón. Sentada en el borde de la cama, observaba la espalda de Adrián, quien permanecía inmóvil frente al ventanal que daba al jardín. La luz del atardecer dibujaba su silueta como una sombra alargada sobre el suelo de mármol, convirtiendo su figura en algo casi etéreo.
Habían pasado tres días desde el incidente con Marcos, el socio que había intentado traicionarlo. Tres días en los que Adrián apenas había pronunciado palabra, moviéndose por la casa como un fantasma, con la mirada perdida en algún punto invisible. Elena nunca lo había visto así. El hombre que controlaba cada aspecto de su vida, que planeaba cada movimiento con precisión milimétrica, parecía ahora completamente a la deriva.
—¿Adrián? —se atrevió a llamarlo, su voz apenas un susurro en la penumbra creciente.
Él no respondió de inmediato. Sus hombros, normalmente erguidos con orgullo, estaban ligeramente caídos, como si cargaran