El techo de la habitación se desdibujaba en la penumbra mientras Elena permanecía inmóvil, con los ojos abiertos en la oscuridad. A su lado, Adrián dormía profundamente, su respiración acompasada contrastando con el caos que reinaba en su mente. Llevaba horas así, atrapada entre la vigilia y un sueño que se negaba a llegar.
Cuando finalmente sus párpados cedieron al cansancio, las imágenes comenzaron a fluir como un río desbordado.
Se vio a sí misma con ocho años, corriendo por el jardín de la casa familiar. Su padre la perseguía entre risas, fingiendo ser un monstruo que quería atraparla. Podía sentir la hierba fresca bajo sus pies descalzos, el sol cálido sobre su piel, la sensación de seguridad absoluta que solo la infancia puede proporcionar.
"¡No escaparás de mí, pequeña Elena!" gritaba su padre con voz juguetona.
La escena cambió. Ahora tenía quince años y estaba sentada en el porche, leyendo un libro mientras su madre preparaba limonada en la cocina. La brisa mecía suavemente l