El salón resplandecía bajo las luces de los candelabros de cristal. Cientos de velas iluminaban el espacio con un brillo dorado que se reflejaba en las máscaras de los asistentes, creando un juego de sombras y luces que convertía a cada persona en un misterio andante. Elena se ajustó su antifaz veneciano de plumas negras y detalles plateados mientras observaba el mar de rostros ocultos que se movían al compás de la orquesta.
—Estás deslumbrante esta noche —susurró Adrián en su oído, colocando una mano posesiva en la parte baja de su espalda.
Elena se giró para mirarlo. Su esposo llevaba una máscara negra que solo cubría la mitad superior de su rostro, resaltando la línea firme de su mandíbula y sus labios perfectamente delineados. Vestido completamente de negro, parecía la personificación de la elegancia y el peligro.
—Gracias —respondió ella con una sonrisa calculada, inclinando ligeramente la cabeza—. Tú también estás muy elegante.
Adrián la observó con esa mirada penetrante que par