El ambiente en la casa de Miriam era cálido y familiar hasta que la calma se quebró con la llegada de un visitante inesperado. La puerta principal se abrió de golpe sin anuncio previo, y lo primero que se percibió fue un aroma áspero, pesado y dominante que llenó la estancia como una nube densa.
Elena, que estaba sentada junto a Miriam, se llevó instintivamente la mano a la nariz, con el ceño fruncido.
—¿Qué es ese olor…? —susurró con incomodidad.
No era un aroma agradable. Para ella, que aún no estaba acostumbrada a la vida entre licántropos, aquel hedor se sentía como algo desagradable, húmedo, casi nauseabundo. La comparación le vino de inmediato a la mente: era como el olor de un perro mojado, concentrado y persistente, que en lugar de disiparse parecía clavarse en sus fosas nasales.
Miriam, al ver su reacción, no alcanzó a responder. En ese momento, la figura de Ian apareció en el umbral de la sala. Su sola presencia imponía respeto, incluso miedo. Su aura de alfa se extendía com