Julieta
Fuimos interrumpidos cuando escuchamos un ruido. Él se movió a la velocidad de un rayo y me llevó al fondo de la cueva, vi pequeños brillos negros como cristales en el fondo. Escuché una voz... otra vez ese hombre desagradable.
—¿Tomaste una buena presa? —preguntó en la oscuridad, no pude ver su cara.
—No te importa —espetó Damián.
—¿Es alguien especial? Sabes que tenemos que demostrar qué lobo es el mejor, y yo voy a llegar hasta el final. Marca a tu presa Damián… si te atreves —dijo el intruso, olfateó la cueva y se fue riéndose.
—¿Es de Sombras de la Noche? —pregunté. Damián asintió. —¿Tu eres de esa manada?
—No exactamente. Debemos movernos— dijo guiándome. Me llevó a una pequeña cabaña, lejos, esquivando a lobos que corrían de un lado a otro. —Aquí no nos encontrarán. Duerme, haré guardia —me dijo, señalando una cama que cubrimos con mantas.
Cuando desperté, él estaba junto a mí, como si hubiera querido darme su calor durante la noche fría. Parecía nervioso de que lo encontré viéndome dormida.
—Debía quedarme contigo— indicó. Damián lucía serio cuando se acercó a mí, sus ojos fijos en mi cuello, hasta que estuvo muy cerca y colocó sus dedos en la base de mi garganta.
—Si ellos me atrapan ¿Me marcarán?
—No si yo lo hago antes. Una marca visible, para que todos sepan que estás tomada— respondió y se inclinó a olerme. Sentí la punta de su nariz y suavemente sus labios.
El tiempo se detuvo en ese momento. Cerré los ojos, no respiré, él jadeaba. Succionó suavemente un punto entre mi cuello y mi hombro y todo mi cuerpo vibró. Fue el momento más sutil y enigmático de mi vida. Pero cuando abrí los ojos, él ya se había ido.
Pasaron dos días en donde me quedé en la cabaña, mientras él salía por comida. Damián se mantenía alejado de mí, pero me contó qué le gustaba y me habló del bosque. Me dio su porción de comida, me preguntó de mi vida y mis sueños. Me cuidó.
—Esto es para ti— dijo una noche y vi que con la tela de la venda roja había hecho una especie de gargantilla, era delicada y de ella colgaba un anillo. Tenía una piedra roja y él me ayudó a colocármelo en el cuello.
—Me encantan las piedras— susurré. Mi padre las coleccionaba. De pronto, su expresión cambió, y me miró aterrado.
—No le abras la puerta a nadie. Toma esto para que te protejas — me entregó un cuchillo completamente negro. Yo no sabía usarlo, pero lo guardé de todos modos.
—Necesito ir a mi casa. Mi papá debe estar preocupado.
—Aún no es seguro —indicó. No volvió y yo escuché un ruido, vi unos lobos que corrían hacia el pueblo. Me acerqué, caminé más y más. Escuché un aullido y corrí sin pensarlo. Pronto me encontré con un chico del pueblo. Estudiábamos juntos, lo conocía desde hacía años.
—¡Alfonso!
—¡Julieta! ¡Por Dios!
—¿Qué sucede?
—Los lobos nos atacan...
—¿Qué?
—Sombras de la Noche —respondió, y luego miró detrás de mí—. Él... es su gente —mencionó Alfonso. Me giré y vi que era Damián.
—¡Aléjate de ella ahora mismo! —demandó, lleno de odio.
—Su manada quiere acabarnos, tomar el territorio, sacarnos.
—No… no puede ser... —musité, pero lo que dijo Damián me dejó sin palabras.
—Tienen que irse. Es lo mejor, entreguen el territorio ahora y nadie saldrá herido.
Él lo sabía. Siempre lo supo.
—¡Me engañaste! ¡No querías que fuera al pueblo! —grité indignada, pude ver su expresión de dolor ante mis palabras.
—¡Te estaba protegiendo! —respondió. Pero, sin que pudiera preverlo, Alfonso le disparó a quemarropa.
—¡No!
—¡Corre! ¡Solo lo detendrá por un momento! —gritó, jalándome del brazo.
La cara de Damián se transformó en odio y gruñó terriblemente. Escuché pisadas atrás. Alfonso volvió a disparar.
Cuando llegamos al pueblo, había barricadas, cuerpos, sangre y pensé lo peor. Al ver más allá a mi padre, lloré aliviada.
—¡Hija!
—¡Papá!
—Estuve tan preocupado. Nos quieren sacar, pero el pueblo se está defendiendo.
Escuchamos disparos, gruñidos. Lobos blancos amenazaban desde lejos mostrando sus colmillos. Eran los instantes antes que la batalla se desatara. Veía vecinos heridos, niños llorando. Esto era un infierno.
—¡Molino Blanco no se rendirá! — gritaba Alfonso y otros más de la resistencia. Y de repente hubo silencio, y alguien avanzó como si fuera el dueño del lugar. Serio, con su camisa manchada de sangre. Sus ojos grises como si fueran tormentas: Damián.
—Tienen treinta minutos para abandonar el pueblo —sus los ojos fijos en mí.
—¿O si no? —preguntó mi padre.
—Este territorio ahora es de Sombras de la Noche —ordenó. Los lobos aullaron, el deseo de destruir, de tomar lo que era nuestro ardía en sus ojos.
—¡Tienen veintinueve minutos!
—¡No nos iremos! — gritó Alfonso. Damián parecía al borde de la transformación.
—Entonces, los que no se vayan asumirán las consecuencias— indicó y rugió, y los lobos atacaron con todas sus fuerzas. En minutos derribaron casas, destruyeron jardines, atropellaron personas.
—Tenemos que irnos mientras podamos— dijo mi padre.
—Papá…
—Eres mi responsabilidad Julieta, lo único que me queda— dijo angustiado. Tomó una maleta y empezó llenarla de libros, fotos de mi madre, ropa, recuerdos. Fui a mi habitación y guardé mis libros de medicina. Mi sueño ahora parecía tonto, inalcanzable.
—Les quedan diez minutos, ratoncitos... —escuché esa voz arrastrada. Me temblaban las piernas, tomé lo que pude. Sentía que dejaba atrás mi infancia, mi pasado, mi vida entera. Vi la escuela destruida, las tiendas con vitrinas rotas, los autos en llamas. Molino Blanco sería solo un recuerdo.
—¡Las cosas de mamá! — grité cuando salíamos.
—Volveré a buscarlas, lo prometo— dijo mi padre.
Cuando estábamos alejándonos, unos lobos nos rodearon.
—¡Papá!
—¡Continúen! ¡Los entretendré! — gritó y corrió, los lobos detrás de él.
Ayudé a nuestros vecinos cuando apareció Alfonso herido.
—Tu papá… se lo llevaron como prisionero— sentí que el mundo se me venía encima. Mi padre no era lobo, esto no iba a terminar bien.
—Tengo que volver… tengo…
—Dijo que siguieras, que fueras a la ciudad. Que continuaras tu destino— me sujetó, pero yo igual corrí a buscarlo. Hasta que metros más allá me encontré de nuevo con mi protector, mi captor, mi verdugo.
Damián tenía los puños cerrados y temblorosos. No supe si quería hablar conmigo o atacar. Estaba segura de que era lo segundo. Así que saqué el cuchillo que me había dado y él extendió la mano.
—Eres mía —demandó, como si no hubiese destruido todo lo que tenía.
—¡Eres un bastardo! —susurré. Arranqué el collar de mi cuello y lo tiré al suelo. Vi dolor en sus ojos y algo más que no supe definir.
—No sabes a lo que te enfrentas —gruñó. Cuando intentó tomarme del brazo, clavé el cuchillo en su mano. Jamás pensé en herir a nadie y él no se defendió. Pudo haberme matado ahí mismo, pero parecía ni siquiera sentir dolor. Su expresión volvió a endurecerse.
—La cacería no termina. Volveré por to, recuérdalo —gruñó. Se quedó mirándome mientras huía de él. Las gotas de sangre caían de su mano.
Esa noche, sin saber a dónde íbamos, me senté a llorar frente a la fogata. Era una simple adolescente, una nerd, no tenía lobo. Recordé que tenía su chaqueta y la lancé directamente al fuego. E hice un juramento:
Sombras de la Noche...Damián… juro que, si tengo la oportunidad, acabaré con ustedes.
Él me había quitado todo. Y por la diosa... yo no sabía cuánto.