Ricardo
Damian estaba arrodillado. Lo tenía a mis pies. Literalmente, era el momento que había esperado durante toda mi vida. Él era el mayor, el que todo lo podía. El que había salvado a la manada de los rogues y de otros ataques cuando apenas era un adolescente. El bastardo que todos admiraban.
Esos ojos plateados que jamás entendí me decían que todo estaba terminado. Las mates eran una debilidad, y él la había encontrado. Daría todo por ella. Estaba acabado. No había otra opción, otro desenlace.
—Lo heriremos, luego lo mataremos. Diremos que escapó, que intentó matarnos…—exclamaba Omar dentro de mí, eufórico.
No le perdonaría jamás lo que le pasó a mi madre. Era culpa de él. Siempre sería culpa de él, no importaba quién lo preguntara.
Ni el rey mismo podría detenerme. Al fin y al cabo, mi padre se aseguró de eso años atrás. Sombras de la Noche estaba en mis manos. Y el destino de Damian también. La hechicera anciana se levantó y peleó, así como otros lobos. Pero mientras tuviera a D