Damián
El aroma de las hierbas lo envolvía todo, denso como un velo húmedo que me aplastaba el pecho. En cuanto cerré los ojos, lo supe: la visión no tardaría en llegar. Estaba en la pequeña casa de madera que crujía cada vez que el viento soplaba fuerte. Mi madre lloraba, sentada al borde de la cama. Tenía a Nora en brazos, tan pequeña que apenas podía sostener su cabecita. Sus ojos grises se abrían lentamente, sin comprender la tristeza que la rodeaba. No necesitaba que mamá me dijera lo que ocurría. Horacio, mi padre, venía cada vez menos. Sus promesas eran palabras vacías que se esfumaban con el eco del portazo. Me acerqué, con los ojos ardiendo por una furia que no sabía cómo controlar.
—No llores, mamá —le dije, trepando a la cama como si pudiera protegerla de todo—. Estoy aquí.
Ella me miró con un amor que no creía merecer. Era preciosa, encantadora, pero cada vez sonreía menos. Y esa mirada que me dio, me dolió más que cualquier golpe. Nora se acurrucó contra su pecho, y yo s