Un trágico accidente dejará al implacable empresario Irum Klosse postrado en una silla de ruedas. Reducido a la sombra de lo que era, desatará su furia contra quien lo ha destrozado, sin saber que ella carga con sus propios demonios. Atrapada entre un amor tormentoso y la ira feroz de Irum, Libi descubrirá que en el dolor más profundo puede hallarse algo de paz y... libertad. Y su peor enemigo puede convertirse también en su salvador. «No debí ir a la fiesta». «No debí beber tanto». «No debí conducir el auto». «Pero lo conocí a él...»
Leer más—Amor, no es lo que parece...
Esas fueron las palabras que pronunció Damien, el novio de Libi desde hacía un año y medio, irguiéndose sobre la mujer que segundos antes embestía con frenesí en aquella noche tormentosa. Libi lo observaba desde la puerta de la habitación, consternada. Todo su mundo se le vino encima. Ella había dicho que no iría a la fiesta. ¿Para qué ir si su novio estaría fuera de la ciudad? Pero fue, e intentó divertirse. Incluso lo defendió de las mujeres que, con malicia, lo acusaban de engañarla. «Tú estás aquí bebiendo sola, como una tonta, mientras tu novio goza como nunca». «¡Eso no es cierto! Él está de viaje». «Por supuesto, dentro del coño de una puta». Libi, dudando todavía de la realidad de la horrorosa escena, se talló los ojos. Luego hizo acopio de su fuerza y corrió como lo hacía en sus peores pesadillas. Tropezó varias veces, abriéndose paso con desesperación entre la gente. Emergió a la noche húmeda, que lloraba como ella e inhaló su aliento gélido para conservar el suyo. Las llaves del auto se le cayeron y las buscó a gatas sobre el barro. La visión empañada de tristeza ayudaba tan poco como su estado de ebriedad. Alguien con la firmeza de sus dedos no debía osar tocar un volante. Encontró las llaves, subió al auto y aceleró, destrozado el corazón y perdida la cabeza. El cielo se caía sobre el auto de Libi, un viejo Ford de segunda mano que seguía pagando con su trabajo en la librería. Los limpiaparabrisas gastados berreaban sonoramente contra el cristal, apenas despejándolo. Debía recordar cambiarlos... Debía mantener la vista fija en el camino, pero se le nublaba. Se limpió rápido las lágrimas con la manga y miró la calle, agazapada contra el volante como un animal herido y asustado. Ningún auto había en la carretera, ningún peatón. Aceleró más porque el dolor la perseguía, sesenta, setenta... los números bailaban en el velocímetro. La meta de su desenfrenada carrera era su casa. Deseaba acurrucarse bajo una manta y olvidarse del mundo entero. La canción especial que compartía con Damien empezó a oírse, tan cargada de recuerdos de amor e ilusiones... su llanto empeoró. Estaba empapada de lluvia y lágrimas y tenía frío, temblaba. El cielo se caía también dentro de su auto. La carretera seguía vacía. Estiró la mano y hurgó dentro del bolso para coger el teléfono y dejar de oír esa canción. Un vistazo rápido a la pantalla y supo que le había llegado un mensaje de él. Mentiras de él. Nadie había en la calle. Dio un segundo vistazo a las letras bailarinas. Se multiplicaban. Ningún auto, nada. Parpadeó varias veces para aclarar la vista y se concentró en la pantalla. «Amor, puedo explicarte...» Soltó algo parecido a una risa frustrada que acabó en quejido, en grito. Lanzó el teléfono contra el asiento y volvió la vista a la carretera. El camino, siempre recto, se había terminado y tenía una curva casi encima. Alcanzó a virar a menos de medio metro de chocar contra las barreras. Pese al dolor lacerante que la carcomía, ella sonrió. Era una mujer con suerte. Sin embargo, la suerte era como un ave que se posa un instante y alza el vuelo hacia quién sabe dónde. Lo siguiente que ocurrió fue demasiado rápido para sus embriagados sentidos. Su auto, como un animal que huía del peligro a ciegas, embistió algo, un bulto grande y oscuro que trizó el parabrisas y le pasó por encima como una pesada sombra. A causa del impacto, su cabeza se agitó con violencia, mientras el volante se le incrustaba en el pecho y las costillas le crujían. El cinturón de seguridad, que olvidó ponerse con la prisa, colgaba a su lado, como un adorno. Antes de que su mundo se tiñera de oscuridad, en milésimas de segundo, vio toda su vida pasar frente a sus ojos: el orfanato, el dolor. Sus padrastros, el dolor. Su primer novio, el dolor. Damien, el amor... el dolor... Las sombras de cada etapa de su vida eran de dolor. ¿Por qué? Ahora se iría sin tener una respuesta. El auto que seguía pagando se detuvo fuera del camino después de estamparse contra un árbol. El motor empezó a humear y las luces fijas iluminaron la noche. Sobre el volante, Libi yacía inconsciente, su cabeza sangraba. Había sangre también en el parabrisas, en el techo y en la calle, pero no era de Libi. La lluvia pronto la diluiría, pero seguiría brotando del cuerpo desmadejado de un hombre siete metros más atrás, a quien la suerte había abandonado. Sin embargo, el destino les tenía preparado algo mejor a ambos, aunque tardaría un poco en llegar. Por ahora, sus vidas ya se habían cruzado.«Dime todo lo que sepas de los padres de Espi» Libi terminó de escribir el mensaje para Lucy y mantuvo el teléfono en sus manos. En veinte minutos llegarían al lugar que marcaba el GPS en el maletín de Espi. —¿Por qué había un GPS en su maletín? —le preguntó a Irum, mirando siempre al frente. —Es algo bastante común en las grandes empresas. Todos los altos ejecutivos de HK tienen uno y ella es mi hija, debía tener uno igual —Irum la miraba a cada instante mientras conducía. Estaba más calmada, pero seguía temblando. Libi asintió, sintiendo el cosquilleo de una lágrima al rodarle por la mejilla. —Entonces... ¿no pusiste la cámara en mi habitación? Libi la llevaba en su bolso y la puso sobre el tablero, tan real como su teléfono o el de Irum, que los guiaba a su destino. —No, Libi, yo no la puse. —¿Y tampoco golpeabas mi puerta y mi ventana? —Ya te había dicho que no. Ella tecleó en su teléfono. Tal como él le había sugerido buscó evidencias. Reprodujo el archivo de audio
No salieron esta vez de la boca de K palabras cargadas de tibieza como «tranquilízate», «se positiva» o la peor, «todo estará bien». La ingenuidad que había en él se había quedado en el sótano y sus vapores nauseabundos. —La señal del teléfono de Libi cuando te envió ese mensaje la ubica a pocos metros del edificio de HK —dijo él, que repartía su atención en cuatro pantallas a la vez. —Es la empresa de Irum. Siempre tiene que estar metido en todo. ¡Cuanto lo detesto! En la pantalla superior izquierda, K empezó a rastrear la posición del teléfono de Irum también. Actualmente ambos teléfonos estaban apagados. —¿Será que ese infeliz se la llevó de nuevo? —Lucy no perdió tiempo y llamó a Alejandro—. ¡¿Cómo?!... ¡¿Cuándo?!... No... ¡¿Qué?! No lo sabía... Bien. Si te enteras de algo más, por favor, avísame. —¿Irum se la llevó? —preguntó K cuando Lucy terminó su llamada. —Alejandro dice que ella se lo llevó a él, que llegó amenazando con una pistola y que antes de eso estuvo en la cár
Irum jugueteaba con un lápiz sentado a la gran mesa en el salón de reuniones del sexto piso. Su cuerpo estaba allí, pero su mente no. Lo mantenían distraído pensamientos del futuro, de la audiencia de formalización de cargos en contra de Libi y del rumbo que tomarían sus planes. Detestaba cuando las circunstancias terminaban apremiándolo y lo hacían acelerar el transcurso de los mismos. ¿Por qué nadie podía respetar sus tiempos?—Como pueden ver en esta gráfica, el balance de...La puerta de la sala de reuniones se abrió de golpe, atrayendo todas las adormiladas miradas de los ejecutivos que presenciaban una magistral presentación sobre los balances del último mes, que no resultó ser ni por asomo tan estimulante como la mujer que entró cargando una pistola.Fuera de sí, los ojos enloquecidos de la pelirroja recorrieron los rostros de los asistentes, que brincaron de sus sillas, sin saber si salir corriendo o meterse debajo de la mesa. Se detuvieron al encontrar a Irum y a él lo apuntó
—Nunca sentí un dolor tan intenso, lo máximo que me había quebrado antes habían sido un par de uñas. Pasado el mediodía, Libi por fin pudo ver a Marcelo y saber de su estado. Él sonreía, pese a la horrorosa situación que lo había llevado hasta allí. —Lo lamento, Marcelo —le decía Libi, con los ojos llorosos y sin soltarle la mano. —¿Por qué, bella? ¿Qué podrías haber hecho? Tu deber era proteger a la bambina. —Sí, pero... —Nos hizo falta tu martillo. Incluso herido como estaba él tenía energías para bromear. Si ella hubiera tenido su martillo, tal vez el ladrón ahora estaría muerto. Y Espi la habría visto matándolo. —¿Y la bambina? —No dejan entrar niños, está afuera... con Irum. —Ya veo. ¿Tú lo llamaste? Libi negó y se acercó más a Marcelo. Empezó a susurrar, mirando de vez en cuando hacia la puerta. —Él llegó solo y nos encontró aquí en el hospital. Dijo que rastreó mi teléfono. —Eso es un tanto... excéntrico. ¿Está molesto porque saliste conmigo? —No me ha reclamad
Libi puso unas monedas en la máquina expendedora de la sala de espera y compró unos chocolates. —En el trabajo de mi papi hay de éstas. Marcelo llevaba dos horas siendo atendido en el hospital luego de la caída. ¿Cuántas horas había durado la tranquilidad que ella buscaba? Ya mejor se rendía y se quedaba en casa encerrada. —Mi papi. —Sí, hija, ya te oí. —¡Mi papi! Libi miró hacia donde Espi señalaba y deseó mejor no haberlo hecho. Irum se acercaba por el pasillo y recibió a Espi en sus brazos. —¡Papi, un ladrón apareció y empujó al tío Marcelo y él se cayó y sangraba, fue horrible! Desconcertado, Irum le acarició la cabeza y ella se acomodó sobre su hombro. Podían estar muy lejos de la ciudad, pero Espi ya se sentía como en casa. —¿Ustedes están bien? —Yo sí porque mi papi ya está conmigo —dijo la niña y sonrió con felicidad infinita. Libi, desplomada sobre una silla, apretaba su chocolate, contando hasta un millón. No gritaría frente a su hija, suficiente habían tenido
Libi partió el día en que todo sería mejor llevando a Espi de regreso al jardín. Su hija sabía defenderse de otros niños, eso había quedado claro y necesitaba continuar con su proceso de educación y socialización. Ella quiso ir con su corbata y maletín. Libi pasó luego a la consulta de su psiquiatra porque su actual estado psicoemocional no era algo de lo que pudiera hacerse cargo por su cuenta, sobre todo con el desbordado enojo que sentía, luego fue con el abogado. El patán de Irum tenía razón, realmente necesitaba uno porque el panorama no pintaba demasiado bien, pero tenía tiempo para prepararse, la audiencia de formalización sería en tres días. No fue al taller, pero el taller fue a ella, representado por Marcelo. —Es una situación complicada. —Estoy hasta el cuello. Todo estaba tan bien, pero se está derrumbando poco a poco y siento que no puedo hacer nada para evitarlo. —¿Sabes qué necesitas? Un abrazo de Marcelo. Ella se dejó envolver por los cálidos brazos de Marcelo.
Último capítulo