EMILIA
Salimos de la casa sin mirar atrás. Mi familia estaba rota, mi mamá con su infidelidad había hecho tanto daño, que todos estábamos pagando el resulta de sus acciones. No miramos atrás porque nos íbamos a romper otra vez.
Sofía iba a mi lado en el asiento del copiloto, con los brazos cruzados, temblando como una hoja atrapada en una tormenta. Sus mejillas seguían húmedas, los ojos hinchados, el rímel corrido, y el alma hecha trizas.
Encendí el auto. El silencio era tan espeso que podía cortarlo con un cuchillo. Afuera, el sol brillaba con descaro, como si el mundo no se hubiera desmoronado en ese vestíbulo hace apenas unos minutos.
Vi por el espejo retrovisor que los hombres de Brandon nos seguían. Mi esposo siempre buscaba la manera en que estuviera a salvo de alguna manera.
Arranqué, pero mis manos temblaban sobre el volante. Quería decir algo. Lo que fuera. Una palabra, una frase, un consuelo. Pero ¿qué se dice cuando el suelo que creías firme se abre bajo tus pies? ¿Qué pod