La noche envolvía la mansión Morales como un manto de terciopelo negro, el viento salino susurrando secretos oscuros contra los muros de piedra. En el umbral, Valeria temblaba, no por el frío que lamía su piel, sino por la tormenta de emociones que rugía en su interior. Sus ojos almendrados, encendidos con un desafío feroz, se clavaron en Luis Morales, cuya figura imponente bloqueaba la entrada, sus ojos oscuros brillando como brasas en la penumbra. Diego, a su lado, era un faro de calor, su aliento cálido rozando la curva de su cuello, sus manos grandes anclándola al borde de la cordura. Pero el grito de Sofía, un lamento agudo que cortó la noche, fue un puñal en el corazón de Valeria. Sin dudar, empujó la puerta con la fuerza de una leona, sus pasos resonando en el mármol del vestíbulo, cada uno un desafío al destino.
—¡Valeria, espera! —gritó Diego, su voz grave quebrándose con urgencia mientras intentaba seguirla. Pero Luis, rápido como un depredador, se interpuso, su mano firme d